Ribera del Fresno - Badajoz

¡Aquella tarde jacía una flama en la jesa, qu´el barril apaicía que cocía, y las perdices, ni tan siquiera al barruntar el jocino, s´atrevían a apeonar...se queaban aplastás, con el pico abierto y los s´osjinos a medio cerrar.
Cuarenta jaces habían jecho yas, y Jenaro tenía el deo tan jinchao que no l´entraba el dehil, y por los bajos de la chambra chorreaba, hasta la rabailla, to el suor.
Su compadre ya rumiaba que aquél exjuerzo lo habría de pagar. Y asina jue, que Jenaro, ni puo montarse en el burro, y jue to lo largo qu´es el Cordel, espatarrao.
La Idubiges, su mujer, al verle llegar, no la jizo ni farta preguntar, pos bien conocía ella aquella cara, y los padeceres de su marío con las almorranas.
Sin abrir la boca, Jenaro soltó al burro, que se jué sólo pa la cuadra, mientras él deshacía el nuo de la cuerda de pita que le sujetaba el pantalón. Se desnuó y se tumbó encima el catre.
La Idubiges dejó que pasara un rato, y endispués atravesó el zagüan, corrió las cortinas y entró en la habitación, y preguntó: ¿Quiés algo Jenaro?.
Y Jenaro contestó: ¡Si...los polvos de Talco!.
No era la primera vez que la Idubiges l´hacía, que naide en el pueblo daba más ganancias al Boticario, con lo polvos de Talco.
Y es que aquél frescor le reconfortaba a Jenaro, y por lo menos le dejaba dormir y descansar.
Los guardaba en el fondo l´alacena, aonde más frescor tenían, y de allí los cogío.
Aunque era una rutina, aquella vez, Jenaro no sentía el frescor, y la pedía a voces a la Idubiges que se fijara bien y los jechara aonde había que jecharlos.
La Idubiges se afanó y se arrimó to lo que puo, y ya casi había gastao el bote, cuando...de repente....Jenaro se tiró un cuesco...., pero un señor cuesco, un cuesco de verdad.
La Idubiges chilló como una guarrra, y Jenaro, asustao, se levantó de un brinco.
Y aún hoy s´escachurra de risa, al recordar la cara de la Idubiges, toa blanca, salpica de los polvos de talco.