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La Codosera - Badajoz

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España > Badajoz > La Codosera
13-08-07 18:42 #472941
Por:PERUANO

RELATO CORTO GANADOR FERIA 2007
Os dejo el relato corto ganador del concurso ferias 2007, si alguien tiene el de los otros participantes, por favor colgarlo en este foro para que todos lo disfrutemos.
Un saludo para todos y felicidades a todos los participantes y en especial a MARTA MERO BORREGA (Ganadora del primer premio).

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Querida Martina, me acuerdo mucho de ti.
Tengo ganas de verte en el próximo baile, ya queda poco.
OOOoOoO
Jacinto



Como todos los días desde que regresaron las calores, el sol se metió por entre

las pequeñas comisuras que los palos no conseguían ocupar, haciendo imposible permanecer dentro de la choza.
Desde hacía tres meses se encontraban en el cortijo del señorito para el que trabajaban él y su padre, junto con unas veinte familias más. Normalmente cambiaban de lugar cada temporada, que podía durar unos seis meses.
Las chozas en las que vivían se construían al llegar al cortijo y se deshacían al marcharse. Las hacían con palos de tres o cuatro metros que se unían formando en la base un círculo de unos cuatro metros cuadrados. En el interior sólo se encontraban unas camas hechas de escoba, las cuales se sostenían en unos palos atravesados sobre unas estacas que eran clavadas en el suelo de la choza. Para hacerlas un poco más cómodas, situaban debajo de la escoba una saca llena de paja. Cuando el tiempo era frío dejaban el centro de la choza reservado para una lumbre, con la que se calentaban y cocinaban en la mayoría de los casos.
Jacinto dormía junto a su padre y dos trabajadores más. Aunque el espacio al que tocaban para dormir no era mucho, podía sentirse agraciado, pues en muchas de ellas dormían hasta dos familias. Lo normal era que cada familia ocupara una choza y aquellos que iban sin mujer se metieran todos en una choza más grande, pero cuando no se contaba con más espacio o las chozas ya estaban hechas de otra temporada, tenían que repartirse el espacio como buenamente podían.
Todos los días, de sol a sol, cortaban la leña y después hacían carbón con ella. Era un trabajo duro y complejo. Primero tenían que arrancar la encina desde las raíces y después la derrumbaban entre diez o doce hombres tirando de una soga que ataban a las ramas. Seguidamente sacaban la madera, que troceaban, con un hacha la rama menuda y con un sierro lo más grueso. Toda esta leña la llevaban al horno, donde se encañaba; se ponían los palos de forma ordenada, primero lo gordo y después lo menudo, para que se pudieran cocer. Por último, se aterraba con bálago hasta llenar la mitad del horno y se prendía fuego. Así se mantenía largo tiempo, durante el cual se dejaba un vigilante al cuidando para controlar el fuego. De aquí se obtenía el carbón, que era el combustible principal de la época.
A cambio de poder utilizar las tierras, debían entregar al dueño del cortijo una proporción de dinero del total que ganaran al final del trabajo. Así, de las veinte pesetas que obtenían de vender el carbón, cinco eran para el señorito y quince para su padre. Con esto a su vez debía después pagar su padre al resto de trabajadores que corrían a su cargo.

Jacinto junto al resto de trabajadores del cortijo.
El trabajo no podía esperar y su padre ya le gritaba a lo lejos:
-¡Carga el burro que no tenemos todo el día!
Ese día su padre tenía que viajar a San Vicente para llevar una carga. Con ese burro, que no era muy bueno, tardaría cuatro o cinco horas en llegar.

En la época de la posguerra, en La Codosera, como en el resto de España, el medio de transporte utilizado eran las caballerías, principalmente el burro. Con él, no sólo podían viajar, sino que en muchos casos la falta de alimento, los convertía en una fuente de recursos con los que sobrevivir al hambre. Cuando algún burro moría, los dueños aprovechaban toda su carne.
Comer bien era cosa que sólo se podían permitir los ricos. La mayoría de la gente se mantenía diariamente a base de cocidos o frijones, sin ningún tipo de condimento. Aprovechaban muchas hierbas que se criaban en los regatos, como las lambazas, para hacer ensaladas, así como el caldo que resultaba de cocer las bellotas, que se endulzaba y servía de alimento.
Comprar una botella de aceite era algo prácticamente inalcanzable cuando se ganaban cuatro pesetas al día.

El mes no había comenzado bien y tan sólo habían conseguido ahorrar dos perras gordas. Jacinto ponía sus cinco sentidos y la mayor de las ganas porque el carbón se hiciera lo más rápido posible, pero aquí lo importante era la suerte y la mano dura.
Aunque el cansancio se hacía patente, esta vez la ilusión conseguía darle fuerzas para no perder la esperanza en que algún día las cosas cambiarían. Con sólo pensar en que esta noche volvería a verla, todas las penas se volvían dulces.
Hoy comenzaban las ferias y tocaba regresar al pueblo, donde tenían sus casas.

Las fiestas del pueblo eran algo muy especial para los codoseranos. Era una ocasión esperada y deseada, pues, era de las pocas veces en que uno podía divertirse libremente sin tener que pensar en el trabajo. Disfrutar era un privilegio, que para la gente que no pertenecía a la clase alta, sólo tocaba muy de vez en cuando.
Por otro lado, la feria era el momento en que uno podía por fin estrenar el traje que durante mucho tiempo había guardado para la ocasión. Esto a su vez servía para hacer posesión de la familia o estatus a la que se pertenecía. Principalmente se distinguían: los señoritos, que tenían la mayor parte del capital; los labradores, que vivían de sus propias tierras y los trabajadores del campo.
Como en cualquier día festivo, había tres sesiones de baile: el matiné, que era por la mañana, el de por la tarde y el de por la noche. Se encontraba en el salón del tío Agustín Costo y había que pagar entrada para entrar en cualquiera de las tres horas.

El baile constituía un punto de encuentro importante, sobre todo para los más jóvenes, ya que era casi la única oportunidad que se les brindaba para poder relacionarse. Era costumbre que las mujeres salieran acompañadas y que si un hombre la pretendía estando sola, esta lo evitara, tomándose el intento como una forma indecente de pretenderla. De esta forma los bailes se convertían en escenarios idóneos y casi exclusivos para buscar pareja.
Una vez allí, uno no podía optar a bailar con quien más le apeteciese ni olvidarse de los modales a seguir.
Las mujeres se colocaban en un lugar de la sala apartado del que ocupaban los hombres y cerca de sus madres. Estas, a su vez, se situaban en las gradas del fondo del salón. Siempre acompañaban a las jóvenes y no tenían que pagar entrada para entrar en el baile. Tenían una función clara: evitar que ningún sinvergüenza pudiera aprovecharse de su hija. Permanecían en vela hasta que el baile finalizaba. En ocasiones, constituían estampas soñolientas que bien podían hacer reír a más de uno con sus cabezadas y bostezos.
Para bailar una pieza, eran los hombres quienes se acercaban y pedían a las mujeres si querían acompañarlos en el baile. Aunque era la chica quien decidía si quería o no bailar, cuando a la madre no le gustaba el pretendiente era difícil poder conseguir bailar dos veces seguidas con ella.
Aun lo tenías más difícil, si la que te gustaba era una joven que vivía en el campo. Aquí la desconfianza era mayor, pues era muy probable que fueras a reírte de ella por estar menos espabilada. Eran muchas las veces en las que tenías que toparte con el “no” rotundo de una madre sin poder hacer nada al respecto.

De esta forma, Jacinto no podía llegar y cogerle la mano como mucho soñaba cada noche. Lo único que podía hacer era mantener las formas y llevar una buena vestimenta. Aun así, si entre los vecinos se había ganado la mala fama, no tenía nada que hacer.
Antes que él, se acercó un joven a la amiga que estaba al lado de Martina:
-¿Quieres bailar conmigo?-le preguntó-.
-Sí- le respondió ella-.
Este chico no tenía muchas posibilidades de conseguir que ninguna le cediera la mano para bailar, no por estar más desprovisto de atractivo que otros jóvenes, sino porque tenía fama de “Don Juan”, le gustaba andar con muchas pero nunca se satisfacía con ninguna. Esto, como es normal en un pueblo, donde todos se conocen, era sabido por todos los vecinos y cómo no por las madres que, atentas, vigilaban por salvaguardar virgen la dignidad de sus hijas. Por mucho que a una joven le gustara un hombre de estas características, el hecho de bailar con él supondría sin remedio una riña con su madre, la cual se opondría a toda regla a que siguiera bailando con él e incluso se la llevaría a casa antes de la hora prevista.
Como era de esperar, al terminar el baile, la madre se apuró a reñirle:
-Ese es un sinvergüenza, que dejó abandoná a la novia; con ese no bailas más que lo que quiere es reírse de ti.
Por fin Martina no tenía acompañante para bailar y Jacinto pudo acercarse:
-¿Te apetece bailar?-le preguntó-.
-Sí-respondió ella-.
La tenía enfrente, pero ahora debía procurar no acercarse demasiado ni intimidarla con ningún movimiento insinuante que diera mal que pensar y levantara rumores de malas intenciones, lo cual no convenía si la joven te interesaba de verdad. Por otro lado, tampoco podía parecer demasiado poco espabilado porque le tacharían de “mariquita”.

A un par de bailes juntos era a lo máximo que se podía aspirar en una noche, pero reconfortaba tanto como si de diez noches seguidas de fiesta se tratara ahora.
Aunque no se utilizaban las palabras para saber si realmente la joven te correspondía, uno podía saber si podía contar con la aprobación de ella cuando esta aceptaba bailar varias piezas seguidas sin ningún tipo de impedimento por su parte ni por parte de su madre.

Jacinto había bailado tres piezas seguidas con Martina esa noche. Ya casi la tenía “convencida” cuando gritó su madre:
-¡Eh! Venga pa casa ya a acostá.
-¿Ahora nos vamos a ir?-contestó ella-.
-Pues sí, venga a acostá que ya es hora.
Martina tenía ya diecinueve años, pero la orden de su madre aun tenía que respetarla.

Poco a poco, tras varios encuentros en los baile, y a base de mucho bailar, Jacinto y Martina fueron enamorándose y emprendiendo su compromiso como pareja de hecho. Ella ya no bailaba con nadie más a menos que no fuera algún pariente cercano. Esto servía de alguna forma como declaración de amor.
La madre, así como el resto de los vecinos, iban siendo partícipes de la relación, sirviendo de aprobación social que fortalecía los lazos e iba poniendo nombre a la relación formalmente.

Una vez que ya eran “pareja”, los privilegios iban aumentando; el novio podía visitar a la novia a su casa, habiendo pedido permiso a su padre, así como dar paseos en compañía de algunas amigas o familiares cercanos a ella. Era de mal ver que los novios salieran solos.
Aunque la situación se facilitaba, las dificultades y barreras para poder dar rienda suelta a lo que sentían seguían presentes en cada momento. Poder estar juntos en público era un largo camino lleno de trabas. Ante esto, los jóvenes tenían sus tácticas y estrategias para poder verse a escondidas. Utilizaban cualquier excusa para encontrarse con su novio o novia.
Las sirvientas, que tenían que estar todo el día trabajando, aprovechaban la hora de ir a llenar el jarro de agua a la fuente para encontrarse con el novio; las que podían salir por las tardes se inventaban muchas veces historias para desaparecer y poder estar a solas. Todo esto bajo el más riguroso secreto y antes de que recogieran los guarros de la dua, que coincidía con la hora en que empezaba a oscurecer y debían regresar a casa.


Martina y algunas amigas en el cortijo donde trabajaban.
Cuando Jacinto se encontraba a Martina por la calle algún día festivo en el pueblo, no podía acercarse y charlar tranquilamente con ella. Antes de que esto pudiera suceder, ella salía despavorida por la esquina más cercana, evitando así un posible encuentro que pudiera ser interpretado por algún vecino como inoportuno y diera que hablar a las malas lenguas. La buena reputación era algo que desde pequeña se aprendía a respetar ante todo.
Un gesto tan inocente como darle la mano, era rechazado efusivamente por la ella, ya que hasta que pasara el suficiente tiempo era algo demasiado descarado. Apariencia ante el qué dirán, que no sólo se respetaba en la virginidad sino en cada intención manifiesta.

Después de llevar casi dos años de noviazgo, empezaron a acudir juntos a algún que otro convite con amigos, aprovechando algún día festivo. En estas reuniones solían utilizar algún juego o costumbre para poder acercarse un poco más entre ellos. Así, muchas veces, se juntaban todos los amigos en fila, se paraba el de adelante y provocaba que todos cayeran tras él. De esta forma tan pueril podían permanecer más cerca, aunque sólo fuera unos instantes.

Durante los dieciocho meses que Jacinto estuvo en la mili se comunicaron únicamente por cartas que él le escribía. En ellas, no podía poner nada imprudente e indiscreto que pudiera servir de risa a aquellas que se la leían a Martina, pues ella no sabía leer, como la mayoría de su época. Para indicar Jacinto que se mandaban besos, habían hecho un lenguaje particular: lo indicaban con varios círculos seguidos. Así, eran los únicos conocedores de tales propósitos, que de haberlos dejado ver, hubieran ruborizado a Martina.
En todo este tiempo, ella no acudió a ningún baile como forma de guardar respeto al que era su novio.


Jacinto junto con el resto de hombre realizando el servicio militar.

De esta forma, lenta y silenciosa, las relaciones iban forjándose y consolidándose en intenciones enmascaradas; miradas y cartas a escondidas que no podían dejar rienda suelta a lo que sentían, pero que ellos aprendían a interpretar y hacerse cómplices.
Era importante que cada paso en la relación fuera producto de una “lucha” por el hombre para conseguir un acercamiento por su parte. De alguna manera, para la mujer, suponía una demostración del grado en que el hombre la pretendía o deseaba y para el resto de la gente, la forma correcta de pretender de forma digna a una mujer.
El hermetismo social de la época mantenía a la mujer en un caparazón particular de costumbres que la dejaban pasiva e intocable ante la mirada del hombre.
La mujer era educada en no mostrar sus sentimientos de forma explícita al hombre y mantener siempre un margen de incertidumbre con respecto a lo que deseaba.
La castidad era su valor más preciado y el que mayor prestigio podía darle a la hora de poder enamorar a un hombre. Aquella que era abandonada por su novio se quedaba “para vestir santos”, o lo que es lo mismo, con pocas posibilidades de encontrar novio. El hecho de haber sido abandonada, llevaba implícito que ya había sido “manoseada” y con mucha probabilidad desvirgada, lo cual la desterraba de ser digna de respeto.
El hombre, en cambio, podía andar con varías mujeres sin que esto le perjudicara a su reputación como hombre.
Entre ellos conocían bien los tipos de mujere: aquellas que bailaban con todos y eran “fáciles” para pasar algún que otro rato, y por el contrario, las que se hacían respetar y sólo tenían acceso por medio de un compromiso serio.

El amor no se entendía como un juego fácil en el que todo vale y todo se puede, sino como un proceso lento y sofisticado en el que los pequeños detalles iban conformando la ilusión y las ganas de permanecer por siempre al lado de la persona amada
Los deseos se convertían en grandes metas que en muchos casos era imposible tocar sin saltarte la moral o las reglas que regían la sociedad de los años 40. Aunque la libertad para amar estaba coartada, la ilusión y las ganas acumuladas que movían cada gesto de los amantes, hacían del romance un encuentro verdadero y auténtico que adquiría un valor y una fuerza difícil de romper.
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Tras 7 años de noviazgo Jacinto y Martina deciden casarse y formar una familia. Antes debía ir Jacinto a pedir la mano a los padres de ella, pues sin la aprobación de estos no había matrimonio posible.
-Mire usted, que me quiero casar…-dijo Jacinto-.
-Ah, muy bien; pero tenéis que esperaros unos meses porque he invertio en unos negocios y no tengo ahora pa los gastos-respondió el padre de Martina-
-Muy bien, no se preocupe, no hay prisa-le contestó Jacinto-.
Las bodas era costumbre celebrarlas en la casa de los padres de los novios, los cuales también se ocupaban de todos los gastos del festejo.
Se contrataba a varias mujeres que se encargaban de hacer la comida y los dulces para el convite.

En una mañana muy soleada de Agosto se casaron en la iglesia de su pueblo.
Tras la ceremonia fueron a celebrar el enlace a casa de los padres de Jacinto, donde habían decidido festejarlo por razón de espacio, ya que tenía una casa más grande.
Días antes, habían llevado las camas y los pocos muebles que tenían en las habitaciones a casa de las vecinas, para así poder disponer de todo el espacio de la casa.
Mataron varios pollos de los que tenían en el campo y compraron un chivo. Con esto hicieron caldereta, chanfaina y sopa de pollo, manjares de los que sólo se disfrutaba en Navidad y en días muy especiales, como lo era este. Limpiaron bien la casa y pusieron varías mesas, las cuales rellenarían con la comida y los dulces.
No hubo muchos invitados, pero la felicidad reinó desde el primer momento, sobre todo para los novios, que por fin podían estar juntos.
Al día siguiente, con todo lo que sobró, volvieron a celebrarlo con los familiares más cercanos. Le llamaban, “el día de la tornaboda”, pues al fin y al cabo parecía una segunda boda.
La luna de miel la pasaron en la choza del cortijo donde empezaron a trabajar. Jacinto, heredando el oficio de su padre, contrató a un par de hombres y se hizo manijero.
Comenzaron su vida de casados con quince mil pesetas, que era todo lo que habían sacado de la boda. La mayoría de este dinero había sido regalo de los padres de ambos, pues lo más habitual es que los invitados no te dieran dinero, sino algún tipo de utensilio o mueble para la casa.

Después de tantos años sin casi haber permanecido a solas, no era fácil llevar a cabo la vida matrimonial. No sólo tenían que aprender a convivir, sino a conocerse a sí mismos sin tapujos ni apariencias. Cuando tras el proceso, el resultado era favorable el matrimonio constituía una forma de vida que te daba seguridad y estabilidad. En el caso de las mujeres, además, un sustento económico, puesto que no era habitual que trabajasen y dependían exclusivamente de la renta de su marido.
En los casos en los que el matrimonio no funcionaba no era fácil volver atrás, sobre todo para la mujer.
¿Dónde iba una mujer desposada? Ni las leyes ni la moral cristiana te amparaban y aun rebelándote de todos los principios no tenías donde ir en una España que estaba despertando asustada y que dejaba a la mujer a la sombra y cuidado del hombre.

Jacinto pronto consiguió tener unos ahorros que le sirvieron para cambiar de trabajo y montar un bar en el pueblo. Aquí se hicieron una casa y dejaron el campo. Por entonces, ya tenían su primer hijo y esperaban el segundo.


Jacinto en el bar que montó junto a algunos codoseranos.

Toñi, Paqui y Regino. Sus tres hijos.

Hoy en día, están a punto de cumplir sus cincuenta años de casados. Disfrutan de un descanso merecido y tienen el cariño de sus tres hijos y todos sus nietos.









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28-01-13 13:37 #11010949 -> 472941
Por:AvIoN

Re: relato corto ganador feria 2007
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