No queman la vida No quiero ver, no quiero pasear por un paisaje todavía humeante, de troncos calcinados y colinas negra de ceniza, con esa sensación incómoda, siniestra, mejor nombrada, el instinto de la cátastrofe. Se trata de una especie de lucidez, de conciencia gris e incómoda; la sensacion de que las cosas cambian de forma irreversible y trágica, para siempre jamás, mientras la vida aparenta seguir su curso normal y nosotros hacemos planes como si esto fuera a durar siempre y fuésemos inmortales y con recursos ilimitados. Y de pronto, un día, llega un (h.p) con una caja de cerrilas, y toda nuestra juventud, nuestros recuerdos, y la juventud y la infancia y los recuerdos y parte de la vida de cientos de personas se van al carajo. Y con todo eso se van árboles, y hojas, y helechos, y pájaros con sus nidos, y flores, hierba, sombra, y ese verde que es la bendición de Dios porque es el color del pueblo como fue creado: verde con azul de cielo y agua, la bandera de la vida. Y a cambio nos dejan un páramo desolado y negro, muñones de troncos humeantes. Y sin embargo, tampoco es justo que los aficionados a darle al fósforo se vayan, como se están yendo, de rositas o con dos collejas por (h.p) cuando los trincan los picoletos en flagrante delito. La previsión del Código Penal para los incendiarios y sus instigadores, si los hubiera, son para tirarse al suelo y partirse de risa en el supuesto de que todo esto tuviese maldita la gracia. Que no la tiene. Diego de malagón |