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Casavieja - Avila

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11-09-12 23:26 #10535301
Por:agafes

La verguenza nacional
La impaciencia de los matarifes ha estropeado esta mañana a los tordesillanos el acto mayor de sus fiestas: la muerte por lanceo de un toro a manos de los mozos y mozas del pueblo y alrededores. Volante, un ejemplar de 622 kilos de la ganadería El Ventorrillo, consiguió bajar la cuesta principal de la ciudad y atravesar el puente sobre el Duero sin más incidentes que el terror que le producían los chillidos y pitadas de miles de personas agolpadas a su paso. Cuando el animal llegó a la explanada de la Vega, conducido por los pinchazos de decenas de caballistas -con pico en las puntas de sus varas, no lanzas; ese ritual viene después-, atravesó el punto que permite su alanceo según las ordenanzas del Real Patronato del Toro de la Vega: dos banderas españolas colgadas de sendos palos. Hasta ahí, solo insultos y pinchazos; a partir de los símbolos rojigualdos, el delirio del público y la muerte de animal.
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Decenas de lugareños –unos ataviados con bermudas, sandalias, camisetas de tirantes y gorras de beisbol; otros, con el uniforme de peñas y mascarillas o pañuelos cubriéndoles la cara- echaron mano de sus lanzas y se aproximaron expectantes a clavárselas al morlaco. Antes, un lancero experimentado pero demasiado mayor para echar a correr si la ocasión lo requiriera, aleccionaba a los más jóvenes: “No os olvidéis de golpear. Golpear a la vez que claváis, que la piel la tiene muy dura”. La única chica entre los lanceros de a pie se sumó a la comitiva. “Si, tengo bastante miedo”, reconocía. Y entonces ¿por qué lo haces? “Ah, porque me gusta”.

Pero esta joven y sus compañeros de armas se quedaron con la miel en los labios, porque cuando corrieron hacia Volante, este yacía muerto. Ni siquiera pudieron ver su final a causa de la barrera montada por un centenar de lanceadores a caballo que rodearon al animal nada más cruzar este el terreno letal. Levantaron tal polvareda que muy pocos vieron qué pasó con Volante. Primero las noticias eran confusas. Cada cual especulaba con lo primero que le venía a la cabeza. Incluso se proclamó a un vencedor que no lo fue. Al final, la versión de las autoridades locales –gobierna el PSOE- puso orden. Sergio Sacristán Cantalapiedra, apodado El Pulgui, vecino de La Seca, fue vencedor durante un cuarto de hora al atribuírsele la autoría de la puntilla mortal. Pero no mató a Volante, así que El Pulgui fue privado de la arenga a los tordesillanos desde el balcón del Ayuntamiento. Sí hubo consenso en que su lanzada fue terrible para el animal, que empezó a sangrar y trató de regresar por donde había venido, como si intuyera que hasta las dos banderas de España se le permitía vivir y a partir de ellas, no. Solo había cruzado unos metros el territorio de su muerte –una explanada habitualmente usada para adiestramiento de perros- cuando recibió la embestida de El Pulgui y se dio la vuelta para intentar escapar hacia el puente. No le dejaron. Dos lanceros a caballo, saltándose las normas sobre cómo debe torturarse al animal hasta darle muerte, le asestaron sendos pinchazos en una zona en la que no debieron haberlo hecho. Volante cayó al suelo y fue remolcado en tractor. Antes le fue cortado el rabo para que El Pulgui pudiera lucirlo en su lanza. Si hubiera ganado el torneo antes de 1997, Sergio Sacristán Cantalapiedra se habría llevado también los testículos del animal. Pero el ganador de aquel año, apodado Chiquilín, renunció al trofeo y desde entonces quedó suprimida esa parte importante de la tradición.

El Patronato decidió declarar nulo el festejo por doble incumplimiento: matar al toro en una parte del recorrido prohibida para este fin y lancearle dos veces al mismo tiempo. Dice la regla del patronato que a los lanceros se les supone “poseedores de hidalguía” y, por lo tanto, hay que asetear al animal por orden y de uno en uno.

Poco antes, nada más salir Volante a recorrer su último paseo, un grupo de defensores de los animales trataron de impedirlo con una sentada, entre algún que otro grito de "Tordesillas asesina". La multitud intentó golpearles, pero allí estaba la Guardia Civil, este año con más efectivos que nunca, para impedirlo.

La protesta de los animalistas –más aborrecidos aún que los periodistas por los tordesilleros- corrió hasta finales del prado de la Vega, aumentando en magnitud y gesta entre eco y eco. A dos kilómetros de la sentada, alguien narraba: “Dicen que se han encadenado al puente”. “Y han atacado a los del pueblo”, alarmaba otro. “Vamos a por ellos, al río, los tiramos al río”, reaccionaba un corro en el que estaba un lancero primerizo, su compañero pelirrojo –este experimentado-, un amigo moreno llamado Juan Pablo y otros estusiastas del alanceo. Desde el tejado de una caseta próxima, con un rótulo en la pared que decía Campo de Tiro La Vega, uno de los espectadores del grupo encaramado al tejado, vestido de negro y con media melena despeinada, les mandaba cada rato “A fregar, a fregar, hijos de …” Su amigo, con pantalones bermudas azul eléctrico y camiseta amarrilla de tirantes, apostillaba: Qué vengan aquí esos cobardes, que se atrevan con nosotros. “A fregar, a fregar”, insistía en este diálogo sin sentido el de la melena.

Una cierta actitud defensiva podía apreciarse en las calles de Tordesillas desde primera hora de la mañana. Familias enteras, muchos jóvenes e incluso niños adornaban sus ropas con multitud de pegatinas con el tag de Faceboork soy taurino. Incluso en el Mesón Valderrey, las magdalenas dispuestas para el desayuno lucían también la misma pegatina sobre el celofán, obra probablemente de algún lugareño madrugador. En la puerta, dos señoras muy arregladas, con pantalón blanco y camiseta verde de alguna peña del pueblo, indicaban a los forasteros el lugar exacto del alanceo, y apostillaban: “Si eso solo es al final de las fiestas y dura muy poquito…”

En Tordesillas las críticas por la barbarie de semejante práctica se viven como una afrenta. Hay una especie de jaculatoria que se invoca ante el menor atisbo de desaprobación: “Es la tradición”. Y ya no hay más argumento. A él recurren un grupo de adolescentes y niños que esperan recostados sobre una pared el paso de Volante. “No. No nos da pena el animal”, contestan a coro. “Yo no soy el toro, ¿a mí qué más me da que sufra? Y los que tiran cabras o corderos desde el campanario, igual. Yo no soy la cabra ni el cordero. Me da igual”. ¿Cuántos años tienes? Trece, responde él. A su lado, un chaval que no pasa de los ocho, comenta: “Apunta que el año que viene gané yo el trofeo. Yo voy a matar al toro?”. ¿Por qué tiene tantas ganas? No lo sabe. Es la tradición.

Juan Pablo ronda la treintena y se supone que dispone de más argumentos para justificar los detalles más controvertidos del torneo. “No, no es por demostrar hombría. No es eso. Es, no sé, porque nos gusta. Es la tradición”. También era tradición por estas mismas tierras y más o menos por la misma época quemar brujas con la Inquisición. Mira asombrado y dice: “Pero eso es mentira. Aquí no se ha quemado nunca a ninguna bruja. Eso es leyenda. Lo de nuestro toro, no. Lo nuestro es tradición”.
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