Frases célebres XXXIV Esta frase célebre ya la comentó por encima David de Marión hace casi tres años, pero el otro día en un chat matutino se me ocurrió la idea de resucitarla por lo importante que fue para algunos de los que estamos de un lado y del otro de la carril de los cuarenta. Ahí va, dedicada en especial para el que la hizo célebre de verdad. A finales de los ochenta cuando la vida nocturna sabatina de la Villa empezaba a languidecer el sitio para despedirse hasta la semana siguiente era el disco bar Discóbolo. Nadie lo llamaba así realmente, la sabiduría popular lo denominaba “disco bolo” sin importar edad, oficio, beneficio, nivel de estudios o sexo. Aquel era un antro con sofás a la entrada en los que poder sentarse a descansar, a intimar (los que podían), a charlar a voces o simplemente a dormir la mona, una pista amplia y varias barras que la rodeaban. Lo más pintoresco del local, y una obsesión del que escribe que llega hasta hoy en día, era una copia muy digna de la estatua del Discóbolo de Mirón que presidía la pista de baile con aquella postura tan particular. Discóbolo era el sitio en el que varios jóvenes ignorantes de lo que era la vida quedábamos con Suso Regueiro para subir a L'Arna en su coche con el bolsillo vacío, el hígado calentuco y la lengua algo torpona, principalmente porque no dábamos para mucho más. La hora establecida era “sobre las cuatro”, lo que solía significar que hasta las cuatro y media o cinco teníamos todavía la esperanza ilusoria de hacer algún contacto casual que nos hiciera desear que la semana pasara más rápida hasta volver el sábado siguiente. Discóbolo daba cabida a todo tipo de ser humano, todos sabíamos que era el sitio en el que se cerraba la noche, y allí te encontrabas con el que intentaba marcar en los minutos de descuento el gol que se le había resistido toda la noche, con el que no podía ya ni hablar, con el que podía pero no quería, con los bailones, con los macarras, con los que no sabían en que dar, con el que cabizbajo aceptaba que otra vez volvía sin novia al pueblo mientras encendía el penúltimo Güiston... y todo ello amenizado con la banda sonora por excelencia del lugar en aquellas horas: la rumba. Era a partir de las cuatro cuando el de los discos ponía sin parar rumbas, una tras otra. El gentío, la música, el ambiente cargado de humo y el aroma a sobaquina, ganado y licores dulces hacían que aquello pareciese una pista de coches de choque de las fiestas de un barrio popular de Estambul. Aquella noche Suso apareció como siempre a la hora pactada pero, a diferencia de todas las otras, parecía tener ganas de recogerse. Así que una vez reunidos pasó lista: -A ver, ¿Tamos todas? ¡Pues venga...! Salimos por la puerta por la que no dejaba de entrar gente y lo cierto es que sentimos un alivio en los pulmones cuando respiramos algo de aire del río, puro y fresco. Y todos íbamos pensando en lo mismo pero el único que se decidió a plasmarlo en palabras fue Suso que con su divertida seriedad habitual espetó un: - ¡Ñooó! Ahí en el Disco Bolu... güel a fumo, porru... y castaña caliente, que cambió la manera de expresar la incomodidad olfativa en los de nuestra generación. Carlos de Valdés |