No soy Bond, James Bond «De niño quería ser como James Bond. Es importante el matiz: no quería ser Bond, quería ser como él. El mundo de los agentes secretos no me seducía gran cosa, y las armas me daban grima. Lo que me atraía era la sensación de seguridad y confianza que desprendía el personaje, incapaz de cometer un error ni a propósito. Soñaba con crecer y que, cuando ya fuera un adulto hecho y derecho, me bastase con levantar un dedo para que el camarero me atendiera. Hoy me costó media hora y ocho alzamientos de dedo que me trajeran la cuenta en una arrocería, el camarero era uno de esos veteranos que han aprendido a mirar sin verte. También me atraía la idea de ser un conductor tan preciso que nunca se me calase el coche, ni me rascasen las marchas. Menuda la armé por la mañana al salir del garaje, clavado en la cuesta y con un todoterreno detrás gruñendo. Por supuesto, en mis ensoñaciones no tropezaba nunca al abandonar unas escaleras mecánicas, ni se me trababa la lengua al pedir información a una dependienta en el centro comercial, ni me caían manchas siempre que usaba pantalones claros, ni se me colaban señoras rapaces en la cola, ni me tocaba ¡jamás! una mesa coja en el restaurante, ni me daban retortijones en medio de un concierto, ni me ponía rojo como un tomate al hablar ante más de dos personas, ni resbalaba en una calle helada ante la chica más guapa del mundo. A James Bond no le pasan esas cosas. A él tampoco le dejan las mujeres. Y yo... ¿cuántos abandonos tengo en mi carrera? Tres, si descontamos a Mariví, cuya espantada fue un alivio para mi castigado orgullo. Bond nunca se quedaría despatarrado durante días en el sofá mirando sin ver lo que se cuece en el televisor, trasegando martinis (el único alcohol que me gusta) y comiendo anacardos con miel como si tuviera un muelle en el brazo, pero es que convertirme en un zombie me protege de la corrosión». TINO PERTIERRA La Nueva España 22-11-2008
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