El espejo del alma Conocido por todos es el aforismo de que la cara es el espejo del alma. En el caso de los pueblos, lo es el cementerio, por razones varias que paso a exponer. La muerte es un fenómeno inevitablemente ligado a la vida y que ha preocupado sobremanera a los seres humanos desde sus orígenes hasta nuestros días. Independientemente de la cultura a la que se pertenezca, siempre se ha abordado el fenómeno con cierta cautela, por aquello de que con los muertos no se juega. En nuestro tiempo, gobernado por el capitalismo más descarnado y tutelado por la cibercultura (gran hermano orweliano), los ritos funerarios se han convertido en algo aséptico y desnaturalizado: "no mola rezar ni velar al difunto". Tanto es así que por un módico precio se despacha al pariente y te lo entregan en una coctelera que pones en el salón. Sin embargo, en los pueblos el tiempo parece haberse detenido. Tanto es así que se sigue asistiendo a los entierros a presentar los respetos a la familia del finado, más por el qué dirán que por sentimiento. Igualmente, se sigue haciendo el paripé de reunirse en el "patio de los silentes" para emperifollar lápidas y nichos. El patrón se repite entre generaciones de villaloneses y villalonesas. Las nuevas generaciones portan los ramos multicolores con grave semblante. Apiñados por parentela buscan con urgencia la lápida de su antecesor, al tiempo que escudriñan y critican con ácida envidia el boato de los sepulcros vecinos. No falta quien hace el mayor de los derroches por aquello de que no se diga que uno no puede pagarse un ramo como Dios manda. Empero, otros optan por soluciones más económicas y no falta quien recurre a la fórmula de pasarse por "el chino", hacien´do válido aquello de que el vivo al bollo y el muerto al hoyo. Independientemente de que uno esté parado y sin blaca, se sea funcionario, empresario o se dedique al hampa, en ese día tan señalado, el cementerio se convierte en el espejo del alma de mi pueblo. |