Melgar de Arriba - Valladolid

Transcurría una apacible mañana otoñal. Las abigarradas nubes que comenzaban a cubrir el cielo presagiaban inminentes y beneficiosas lluvias para la planicie terracampina. Se levantó una ligera brisa del cierzo que acariciaba suavemente las copas de los chopos, amarillos ya en estas fechas de mediados de la estación melancólica del año. Es sabido que no es un capricho de la naturaleza la capacidad de los árboles de hoja caediza para variar tan llamativamente su aspecto: es una adaptación necesaria a la climatología adversa de los meses fríos del año. Las grandes extensiones desarboladas típicas del paisaje castellano -que para algunos no se trataría de una auténtica estepa, sino que sería una falsa estepa, fruto de la destrucción, por parte del hombre y de los animales, de la primitiva población forestal de la zona- tienen su contrapunto en los pequeños bosques de ribera de los ríos y arroyos que atraviesan la región, y más recientemente en los incipientes bosquetes nacidos al amparo de las acertadas políticas de reforestación llevadas a cabo, encomiables sin suda alguna, se miren por donde se miren.

Habíamos pateado barbechos, laderas, oteros, veredas, trochas... y bueno un par de patirrojas en el morral, y sobre todo la satisfacción de algún lance que aunque no llegara a superar a los vividos a finales del verano tras la Coturnix coturnix, no estuvieron mal tampoco, cuando disponía a adentrarme en un pequeño soto con la intención de identificar al autor de unas sonoras y alegres notas que procedían del interior. De repente percibí el chasquido de unas pisadas sobre la hojarasca seca; bajo la mirada y sorpresa... un hiperactivo Vulpes vulpes cruza distraídamente delante de mí olisqueando con el hocico entre las hojas caídas, y deteniéndose de cuando en cuando para escarbar con las patas delanteras en el suelo. Se para un instante, me mira con displicencia y prosigue su andanza como si nada. Ciertamente me sentí ofendido por la poca atención que me prestó, como si no estuviera yo allí, mirándole como un bobo. En verdad, me quedé paralizado por la belleza del animal que estaba contemplando. ¡Era realmente hermoso!, no moví ni un músculo del cuerpo mientras se mantuvo dentro de mi campo de visión por temor a que recelase y apresurase su deambular más de lo deseable. Al final se alejó del todo, seguramente en busca sus vituallas diarias: algún topillo, roedor, lagartija o incluso moras y bayas, ya que es un generalista en estos menesteres alimenticios. Repuesto ya de la visión vulpina, pude localizar, por fin, al autor del monótono canto que me había llevado hasta allí: era un párido, el carbonero común, que asentado en la rama seca de un viejo chopo, lanzaba al aire sus potentes gorjeos otoñales. Después de estas vivencias, creo que tengo que hacerle caso a mi doctora de cabecera, y sin embargo amiga y compañera de correrías campestres, en eso de abandonar la cinegética de una vez por todas, no puedo seguir en esta contradicción bipolar por más tiempo.

Ya por la noche, cuando rememorábamos la jornada al amor de la chimenea, me vino a la memoria la fábula que todos aprendimos en los tiernos años escolares, la de "La raposa y las uvas", del fabulista griego Esopo. [...] La raposa, al ver que todos sus intentos y esfuerzos por subirse al parral fueron baldíos y no pudo alcanzar las uvas ni satisfacer su deseo, se puso triste y comenzó a decir: "¡Bah, aquellos racimos no estaban maduros y aunque los hubiera alcanzado, no los hubiese podido comer...!
Arrecia el ulular del viento en el tejado..., las primeras gotas de lluvia comienzan a golpetear en el ventanal del salón..., atizo el fuego. Procedentes de un viejo tocadiscos de aguja, me llegan en la lejania las voces nostálgicas de Simon & Garfunkel... es "Los sonidos del silencio". Es el otoño en Castilla... la naturaleza preparándose de nuevo para iniciar otro ciclo..., que siga.

Amador del Campo Hermoso y Diana del Bosque Bajo