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historia de felix jurado

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historia de felix jurado
FÉLIX JURADO
Memorias de un niño de la guerra (1936-39) escritas cuando me jubilé (1989). Dedicadas a la madre de mis hijos, Lucía Escobar Fernández

NOVENO CAPÍTULO:
EN LA MILI (SEGUNDA PARTE)
Cuando me faltaban tres días para que se acabara el permiso, fui al ayuntamiento para que me hicieran la lista de embarque.
Me la hicieron y el día que se terminó el permiso me fui directo a Sevilla a la Maestranza y parque de artillería. Me presente al oficial de guardia y me dijo mañana vas a la batería que pertenezcas y que te den lo que te pertenezca del rebaje de rancho del tiempo que has estado de baja.
Me dieron lo que me tenían que dar y volví a ver al mismo capitán que estaba el día antes de guardia, le dije que tengo que hacer quedarme aquí o irme al Pedroso. Él me dijo espérate aquí y cuando venga el capitán que se cuida del destacamento ya te dirá lo que tienes que hacer, cuando llevaba allí unos días sin hacer nada, solo comer y salir de paseo pensé a ver si algún día me arrestan por estar aquí despistado, aunque no era mía la culpa.
Vi a uno que había estado de asistente con el capitán que tenia yo que ver y me dijo tu no te preocupes ya vendría don Manuel y con aquello ya me quede tranquilo.
Dos días después de aquello, me dijo aquel muchacho ya esta aquí Don Manuel. Fui a la oficina que estaba y le dije mi capitán qué tengo yo que hacer, irme al Pedroso o quedarme aquí.
El me dijo, estas muy delgado, es mejor que te vayas a la fábrica del Pedroso, aquello es mas sano que esto. Ya iré un día de estos y le diré al teniente que te ponga en un sitio para que no hagas guardias en una temporada.
Me tienen que hacer alguna lista de embarque? Y me dijo mira si ha venido el enlace y te vas con el que lleva lista de embarque para dos o tres. También le dije capitán usted sabe si tiene que ir alguno de los que están de recuperación en Hinojosa del Duque?, me dijo si era yo de allí.
Le dije que sí. Para que quieres ver tu alguno que vaya allí?.
Para mandarle a mi madre 200 pts que me han dado del tiempo que he estado de baja. Con ese dinero me harán un traje.
Con 200 pts quieres que te hagan un traje si con eso no tienes ni para los forros.
Me compra mi madre un corte de traje de los que van vendiendo los gitanos y cuando vaya yo otra vez lo hacen las mujeres.
Me dijo el que tiene que ir para Hinojosa es un brigada. Me dijo donde lo podía ver y el brigada me llevo las 200 pts a casa.
Mi madre me compró el corte del traje y cuando fui otra vez a casa, me lo hicieron mi madre y una vecina. Ese fue el primer traje que me habían hecho a medida. Ya diré cuanto tiempo tarde en ir a mi casa para hacérmelo y ver a mi familia que me interesaba mas que el traje.
Cuando vi al enlace, le dije cuando te vas para el Pedroso ?
Me dijo que pronto. Le dije que me había dicho el capitán que me vaya contigo. Él me dijo a la hora que nos iríamos.
Cuando llegamos al destacamento me dijeron cuanto tiempo sin saber de ti, ya pensábamos que no vendrías mas por aquí. Y les dije ya estoy aquí.
Había algunos que no los conocía, eran nuevos mientras yo estuve fuera. No eran de la Maestranza, eran del 14 de artillería que habían venido allí agregados. Pronto conocí a dos. Uno era de Pozoblanco y otro de Villanueva del Duque. A los pocos días vino el capitán y no se le había olvidado lo que me dijo. Me dio un enchufe, pero yo preferí aquello mejor que hacer guardias así podía dormir más tranquilo.
Cuando vino el capitán me mandó llamar para que fuera al despacho. Cuando fui estaba él y el teniente, pedí permiso para entrar, y me dijo el capitán pasa. Lo primero que me dijo, tienes bastante comida con la que te dan? Le dije la verdad, que algunas veces me quedaba con gana, y dijo: Ya le diremos a los rancheros que te den mas comida. A partir de aquel día comía yo antes que los otros.
Cuando apartaban las perolas, mientras los otros pasaban lista, me ponían de comer. Si no tenía bastante con un plato pedía más. Suerte tuve de encontrar entre tantos hombres que había entonces sin conciencia y yo encontré a una mujer y a un hombre que además de mi familia para mi fueron buenísimos. Sor Rosa y un capitán de artillería Don Manuel García Hernández.
El teniente tampoco fue malo para mi, su nombre era Aniceto Granjera Lechón.
El capitán lo segundo que me dijo, tú en qué trabajabas en tu pueblo?
Le dije he tenido que hacer muchas cosas para poder comer. He trabajado en una tejera y en el campo también he tenido que ir algunas veces a trabajar y otras veces a buscar lo que podíamos.
El me dijo si nunca has hecho de hortelano y quieres, te puedes ir con el que hace de hortelano y así aprendes para cuando te licencies, así puedes trabajar en alguna huerta.
Yo pensé en que huerta querrá este hombre que haga yo de hortelano si las que hay allí tienen bastante con los dueños. Pero dije que sí.
El que hacía allí de hortelano ese sí que tenían sus padres huerta. Era de Lora del Río.
También se llamaba Manuel.
Con lo de comer yo sin formar, algunos me decían que suerte tuviste con ponerte enfermo comes lo que quieres y no tienes que hacer colas. A alguno le tuve que decir si tienes envidia ponte tu malo.
Un día me puse en fila y me dijo el que hacia de cocinero mayor. Tu que esperas en la cola sí ya esta las perolas apartadas. Le dije para que no protesten algunos de estos.
Me dijo el que no le este bien cuando venga el teniente que se lo diga y ya me dejaron tranquilo.
0Cuando llevaba dos meses comiendo así, recupere casi mi peso normal, y con lo que iba trabajando ya tenia fuerza como antes de caer enfermo. Cuando me recupere de todo el peso que había perdido me ponía en cola con los otros. El teniente me dijo. Porque te pones en fila. Le dije mi teniente ya tengo bastante con la comida que comen todos, y me dijo: me alegro de que así sea. Daban bastante comida, lo que no estaba tan bien condimentada como en la Maestranza.
En la huerta sembrábamos toda clase de hortalizas, tomates, pepinos, patatas, pimientos, de todo lo que se cría en una huerta. También había naranjos y nogales de unos que echan las nueces con la forma de aceituna. Allí fue donde conocí aquella clase de nueces, después no las he vuelto a ver más.
En 1945 hubo pocos tomates, pero en 1946 tuvimos allí una cosecha de tomates y patatas. Las patatas se perdieron pronto pero de tomates había para dar y vender como dicen los campesinos cuando hay buena cosecha. Y no la pueden vender como ellos quisieran. Todas las mañanas cogíamos tres o cuatro cestas de tomates. Los poníamos en una habitación y aquel año comimos tomates cocidos.
Aunque los tomates con el agua que tienen y un poco de aceite que le ponían, por eso decíamos que estaban cocidos con agua. Y crudos podían comer todos los que se querían. Sólo tenían que ir a cogerlos donde los guardábamos para comer los que quisieran.
Había uno que se apellidaba Gago, y decía que en su casa nunca había comido tomates. Allí se hizo a comer tomates y decía el día que yo vaya a mi casa y mi madre me vea comer tomates crudos le va a parecer que está viendo visiones. Y nosotros, como comía tantos tomates, le decíamos: "Descansa Gago". Y cuando íbamos al Pedroso de tanto decírselo nosotros, cuando nos veían los del pueblo decían descansa Gago.
Nos preguntaban porque le decíamos eso y se lo explicábamos.
Había buena gente en el Pedroso y cuando íbamos al pueblo, y entrábamos en las tabernas que era lo que mas hacíamos allí, cuando íbamos a pagar la convidada, muchas veces ya nos la habían pagado.
Gracias a los pedroseños por lo bien que se portaron con nosotros. Cuando estaba en la huerta, les daba de todo lo que allí se criaba al que me lo pedía. Había dos mujeres del Pedroso, puestas por la Maestranza, para lavarnos la ropa. Aquellas mujeres cuando había coliflores me decían si les podía dar alguna y mientras había para nosotros había para ellas.
Una mujer de aquellas tenia su marido en la cárcel. Ella tenia que sacar sus hijos adelante. Había muchas mujeres como ella y una de ellas era mi madre. Y como que yo sabía lo que era pasar por aquellos trances, todo lo que podía se lo daba.
También los hijos del teniente (tenia cuatro) eran como los dedos de la mano, casi iguales, la niña que era la mayor tenia nueve años. Cuando menos lo esperaba estaban detrás de mi y me decían hortelano dame lo que les había dicho su madre.
Traían la cesta y yo tenía que llevársela. Tanta confianza tomaron los niños conmigo que venían hasta la batería a buscarme y cuando comíamos uno que se llamaba Coi (tenia cinco años) le decía quieres rancho que esta muy bueno.
El no entendía que nosotros le decíamos rancho a la comida pero le tenia que dar. Algunas veces comía bastante. Se lo dije al teniente, que el Coi comía rancho conmigo. Él me dijo has hecho bien en decírmelo, por que hay veces que no quiere comer, por mucho que le obliga su madre, pero si te pide otra vez no le des, que coma con sus hermanos.
Pasó otra cosa más jodida, uno que se llamaba Acebedo le enseño a fumar. El crío le daba unas chupadas al cigarro como uno grande. Un día le pidió a su padre un cigarro. Cuando su padre vio como el crío le daba las chupadas al cigarro, le pregunto quien te a dado a ti para que fumes, el le dijo el hortelano. Cuando me vio el teniente me dijo que le des de comer al niño de comer tiene un pase pero no te da vergüenza de enseñar a fumar al crío.
Le dije si yo casi no fumo como le voy a dar de fumar al niño. Suerte que uno le dijo quien le daba de fumar al niño. Le metió una buena bronca y a mí me dijo cuando vengan los niños por aquí los llevas a mi casa.
Suerte que se aclaró la cosa, sino perdemos las amistades, como él me había dicho. Esos de que íbamos a perder las amistades me lo dijo más de dos veces, como estábamos tantos días juntos…
El teniente tenía allí una sobrina que se llama (creo que sigue viviendo, porque esa ara más joven que yo, aunque la muerte no tiene edad) Natita. Era la familia de las Natividades: la mujer del teniente, la hija y la sobrina, las tres se llamaban lo mismo. También tenía allí a la suegra, y de vez en cuando traía a los otros sobrinos, a pasar allí una temporada.
El teniente y su familia llegaron allí unos días después de llegar nosotros, los quintos del 45. Venía de Marruecos, arrestado; y allí encontró una ganga, ¡vaya qué arrestos! Pero después (ya lo iré explicando) no sólo me tomaron cariño los hijos del teniente, sino que hasta la sobrina se enamoró de mí.
Un día le dijo a la joven que estaba de criada con ellos: "Me gustaría casarme con Félix. ¡Con lo buen mozo y guapo que es!" Pero yo, aunque me lo dijo la criada, no le dije nada; no estaba yo para novías. Aunque después me hice amigo de una joven en El Pedroso.
Porque aunque yo no pensara en casarme, por no traer más esclavos a este mundo, tengo una buena flauta, y también quería que me la tocaran.
Cuando no teníamos nada que hacer en la huerta hice de porquero. El que estaba de cabrero no sabía ordeñar; el cabrero fue el que me enseñó a dividir; era de Cádiz, se llamaba Pedro: me dijo que me aprendiera bien la tabla de multiplicar, y me enseñaría a dividir.
Como él no sabía ordeñar las cabras, era yo quien las ordeñaba, i se lo enseñé a él. Así, cada uno no enseñamos una cosa.
Algunos día, cuando íbamos a ordeñar las cabras, venías las dos, la criada y la Natita, para que les enseñase a ordeñar, y les dejase una cabra para que ellas la ordeñaran. Pero un día vinieron con prisas y me decían: "Félix, déjanos que ordeñemos una que tenemos que irnos a hacer otra cosa". Les dije: "Cuando termine esta, escogeré una y la ordeñáis". Lo que les cogí no fue una hembra, sino el macho.
Les dije: "Tomad, ordeñad esta". Y ellas decían: "Que tetas tiene esta más duras". Hasta que se dieron cuenta que era el macho: Se echaron a reír y se fueron haciendo "fiu" como el gato. Con aquella pareja de jóvenes estaba yo divertido, y es que, como ya he dicho, tenía una flauta y me gustaba que me la tocasen. Ellas tenía su trombón y también querían que se lo tocaran.
Estuve una temporada de asistente con el teniente. Tenía que distraer a los críos, y a ellas cuando tenían tiempo. Y si no, ya procuraban ellas de tenerlo; me decían: "Félix, ¿quieres venir y nos haces en una encina un columpio para mecer a los niños?" Las encinas estaban a unos 40 metros de la casa en que vivían ellas y sus tíos. Cuando les hacía el columpio con una cuerda que pasaba por una rama, me decían: "Félix, ¿quieres columpiarnos un poca a nosotras, tú que tienes más fuerza?"
Yo, el primer día les dije: "No es para vosotras, es para los niños". Pero después me di cuenta que ellas querían un rato de cachondeo, sobre todo la Natita. De allí salíamos ellas y yo cachondos. Me decía la Natita: "Félix, deja puesta la cuerda para otro día". Yo le decía: "como nos vea tu tío, ya verás lo que nos dirá". Y ella me decía: "Ya lo saben, mis tíos, que nos venimos a columpiar aquí".
Cuando licenciaron a la quinta de 1943 se fueron los que había allí, y como hacía falta gente tuve que hacer guardias. Cuando me veían que estaba de puesto en una garita (a aquel sitio le decían el Chaparro), venían el par de ellas con algún crío y la cuerda para que hiciera el columpio.
Yo les decía: "Iros de aquí, o hacedlo vosotras, que yo estoy de puesto y no quiero que tu tío me meta en el calabozo". Me decía la Natita que ya lo sabía, su tío, que venían a que yo les hiciera el columpio, y se lo tenía que hacer.
Como estuve allí tanto tiempo me tocó hacer de todo, hasta de bellotero. Un día, cuando era el tiempo de las bellotas, me dijo el teniente: "Félix, ¿tú no has ido en tu pueblo a por bellotas?" Yo le dije: "¡No me hable usted de las bellotas! Que más de dos noches me hicieron dormir en la cárcel por ir a por bellotas". El me dijo: "Aquí, si vas, no te pasa nada". Yo le dije: "Aquí no, porque si voy cojo unas pocas para comer". Y él me dijo: "Lo que yo quiero es que vayas a por bellotas para los cochinos".
Que remedio me quedaba sino hacer lo que me decía. Le dije: "¿Cuando quiere usted que vaya a por bellotas?" Me dijo: "Si quieres vete ahora". Le dije: "¿Con qué las voy a traer?" Me dijo: "Ve que Picino te dé un saco". Picino era de mi quinta. En su pueblo hacía de matarife, y como allí mataban cochinos, él lo hacía. También hacía de furriel. Fui y le dije que me diera un saco. Me dijo: "¿Para qué quieres tú un saco?". Le dije para lo que era, que me lo había dicho el Teniente.
Me lo dio y me fui a por bellotas. Como había muchas, en dos horas cogí medio saco. Cuando llegué, se lo enseñé al teniente. Me dijo: "Ponlas donde tienen la comida para los cochinos". Le dije: "¿Le doy el saco a Picino?" Me dijo: "Déjalo ahí y esta tarde vas a por más; y eso va a hacer tú ahora mientras haya bellotas".
Un día le vendí medio saco de bellotas al jefe de estación, que él tenía cochinos. Como siempre hay chivatos, se lo dijeron al teniente. Él no me dijo nada, pero el mono que tenía, de subirme a las encinas se me rompió; le tuve que pedir uno al teniente, pero me dijo: "Me parece que te lo vas a comprar tú con el dinero de las bellotas que has vendido al jefe de la estación". Le dije: "Vendí el otro día unas pocas porque no tenía sellos y tenía que escribir a mi familia". Me dijo: "Habérmelo pedido a mí". Cuando me iba me dijo: "Que Picino te dé el mono". Fui, y no había nada más que un mono que, de largo, me sobraban cuatro palmos, pero de ancho, aunque yo ya tenía mi peso normal, cogía otro como yo. No sé para quien hicieron aquel mono.
Fui a casa del teniente y le dije: "Mire, el mono que hay, tan grande. Con esto no me puedo subir a las encinas". Estaban allí, con el teniente, su mujer y la madre de esta. Él me dijo: "Félix, lo que hay que mirar es la percha, no la ropa". Me dijo la madre de la mujer del teniente: "Déjamelo aquí, que yo te lo arreglaré". Aquella señora me lo puso a mi medida.
Cuando fui a por el mono estaban la mujer del teniente y su madre, y aunque yo había entrado muchas veces en la casa, la señora Natividad nunca me había dicho nada. Aquel día me sacó la conversación de cuando yo había estado en el Hospital. Me dijo: "Félix, nunca te he preguntado cómo se llamaba la monja de cuando estuviste en el hospital". Le dije: "Se llamaba Sor Rosa". Me dijo: "Si lo hubiese sabido, te hubiese dado una recomendación". Le dije: "Usted la conoce?" Me dijo: "Es una mujer muy buena. Con ella estuve yo en la guerra de enfermera". Yo le dije: "Aunque no me dio usted recomendación, mejor que lo hizo conmigo no lo hubiese hecho". Así me enteré de que ella fue enfermera en la guerra.
Cuando ya no había bellotas por allí cerca, tenía que ir a una finca que estaba a unos 2 kilómetros del destacamento, y allí tenía que tener cuidado para que no me vieran los porqueros. Pero tanto va el cántaro a la fuente que, como dice el refrán, se rompe: un día me vio el porquero. Yo le dije que eran para comérnoslas los soldados. Él se lo creyó como yo, que tantas bellotas era para comérnoslas los soldados, ni que sólo comiéramos bellotas. Me las dejó y me fui. Se lo dije el teniente. Me dijo: "Cuando vayas mañana tienes más cuidado para que no te vean".
Pero como el porquero se la había dicho a quien se cuidaba de la finca, estaba vigilando cerca de donde yo cogía las bellotas. Vino montado en un caballo y me dijo: "¿Ya os habéis comido las bellotas que te llevaste ayer?" Le dije para qué eran las bellotas y me dijo: "Dile al teniente que mañana mandaré yo a uno y que le dé los cochinos, que aquí se los cebaremos". Le dije: "Ya le diré lo que usted me dice", y me fui con las poca bellotas que tenía en el saco.
Cuando llegué al destacamento fui a ver al teniente y le dije lo que me había dicho aquel hombre. Cuando vino el porquero al otro día, le dio el teniente tres cochinos para que se los cebaran. Pero como aún tenía dos cochinas paridas y los lechones, me dijo: "Félix, allí no vayas más a por bellotas, ve a otro sitio. Le dije: "Si por aquí ya no hay. Como no me vaya por la sierra y coja bellotas de alcornoque..." Él me dijo: "Tú coge de las que haya". Lo que él no sabía, ni yo tampoco, que aquellas bellotas no se las comían los cochinos; las partían, y como que amargaba, las dejaban.
Le dije al teniente lo que hacían los cochinos con las bellotas. Me dijo: "¿No puedes ir a otro sitio que haya encinas?" "Claro que hay –le dije–, pero son cuatro bellotas en cada encina, y en todo el día cogeré un celemín de bellotas". Pero él quería que le trajese bellotas; me dijo: "Pues ve a la finca donde nos tienen los cochinos, y si vienen les dices que son unas pocas para hacer yo un regalo a un familiar que tengo en Sevilla".
Ya me empezaba yo a hartar de bellotas y de teniente, pero fui otras veces donde me decía. Como las bellotas estaban ya cerca de la casa, poco tiempo tardó en venir el encargado de aquello y me dijo: "¿Ya estás aquí otra vez? ¿No quedé con el teniente que me trajera los cochinos aquí para que no viniesen a por bellotas?" Le dije: "Esta vez me ha dicho que son para hacer un regalo a un familiar que tiene en Sevilla". Y él, como sabía que tenía más cochinos, me dijo: "El familiar son los cochinos que tiene allí".
Le dije al teniente que aquel hombre se puso muy enfadado conmigo y que yo ya no iba más a por bellotas. Él me dijo: "Pues mañana tienes que hacer guardia". Y así fue. Le dijo a Juan Redando, que era el que nombraba las guardia, que me pusiera en la lista. Ese Redando era de los que estaban allí agregados del 14 de Artillería, y era de Pozoblanco. Me dijo: "Félix, ¿qué te ha pasado con el teniente, que me ha dicho que te ponga guardia para mañana?" Le dije por lo que fue. Me dijo: "De guardia estás mejor que lo que estás haciendo" Y así era.
Lo peor era para dormir: cuando tenías que hacer guardia dos días seguidos te dormías en el puesto. Si el capitán hubiese estado en el destacamento, fijo el teniente no me hubiera hecho hacer tantas cosas. Pero el capitán sólo venía 2 ó 3 días cada mes –algunos meses ni venía–, y cuando sabía el teniente que iba a venir me decía: "Tú, mañana, a la huerta".
Ya no me hacía a mí mucha gracia, porque, como decía Redando, en la guardia se estaba mejor que en lo que yo hacía; no en lo que hacía él. Porque él estaba en la oficina, y también se cuidaba de abrir un rato por las tardes una cantina que puso el teniente.
Cuando me hice amigo de una joven –se llamaba María– en El Pedroso, entonces, si estaba haciendo guardia, le decía a Redando que me dejara libre los domingos. Así lo hacía, dos o tres domingos seguidos. Los otros decían: "Tú Redando haces trampa, que siempre libra Félix los domingos". Él decía: "Venid y mirad la lista, veréis como es que le toca". Allí, como en todos los sitios, había envidias y se hacían trampas.
Allí, cuando se hacía el relevo de guardia, no se iba formado, como hacen en lo cuarteles. Allí cada uno se iba solo al puesto donde le tocaba. Un día que estaba yo de guardia me tocó hacer el último puesto. Al otro día tenía que salir a las ocho, y eran las ocho y media y no venía el relevo. Era en el invierno y no venía nadie por allí; estaba cerca de la estación y veía el reloj. Pensé: "Verás como se enteran que estoy aquí". Me eché el fusil a la cara y disparé a una encina que había allí.
En seguida salió el teniente de su casa y me dijo: "¿Qué ha sido eso, Félix?" Yo le dije: "Tenían que haberme releva a las ocho y todavía no han venido". Estando hablando nosotros vino el cabo de guardia a ver qué pasaba. Le dijo el teniente: "Qué haces que no has relevado ya a este". Él dijo: "Si cuando yo entré de guardia los mandé a cada uno a sus puestos". Yo le dije: "Pues aquí no ha venido ninguno".
El tiro que le pegué a la encina salió unos veinte centímetros por encima de donde había entrado. Se lo dije al teniente: "Mire por donde ha salido el tiro". Él me dijo: "Eso es que ha cogido un seco y ha vuelto para atrás". También me dijo: "Como vuelvas a pegar tiros vamos a perder las amistades".
El cabo fue a mirar lo que había pasado con los de la guardia. Pasó que los dos se fueron al mismo sitio; uno entró en la garita y el otro se quedó antes de llegar, y entre unas cosas y otras yo estuve cuatro horas de puesto.
Voy a hablar un poco del teniente. Como ya dije, él llegó allí pocos días después que nosotros, los quintos del 1945, al Pedroso. Vino de Marruecos, y traía mala prensa. Cuando llegó tenía hasta los pantalones remendados. Traía los hijos que tenía, y la suegra, pero no la sobrina, que esa vino después (también era hija de militar, su padre era capitán de Caballería).
Con lo que ganaba un teniente y con tanta familia allí se tubo que espabilar. Lo de las bellotas no era nada; como dije, en 1946 cogimos muchas patatas, y pronto se perdieron. Nosotros pensábamos que aquellas las dejaría para nosotros, y las que traía de Sevilla se las echaría a los cochinos, si las querían, porque tenían un gusto que no se podían comer.
Vendió las que cogimos, y en el tiempo de las aceitunas iba a Cazalla de la Sierra a comprar. En el Pedroso las molían, y juntaba bidones de aceite para llenar un camión. También mataba cerdos y hacía embutido y llenaba cajas de madera. Con las cajas de embutido y los bidones de aceite en el camión ponía la bandera de explosivos, y así metía aquello en Sevilla. Ya sabía él donde vender aquello. Así hizo él allí su agosto. Después quiso hacer lo que no tenía que haber hecho; ya lo explicaré más adelante.
Un día vino por allí un muchacho de 17 o 18 años que había estado de vaquero en una finca cerca de allí y lo habían despachado. Venía para que le diésemos un plato de rancho; yo, como sabía lo que era pasar hambre, me cuide de ello. Aquel muchacho se quedaba en un chozo que había cerca del río y yo le daba un plato de rancho por la mediodía y por la noche. Ya lo sabían los rancheros, que era para aquel muchacho. Estuvo por allí unos días y me dijo: "Me voy por ahí a ver si encuentro algún sitio donde trabajar en algo". Se fue y no volvimos a verle más por allí.
También había unos pastores que mandaban a dos hijos pequeños que tenían con una olla para que les diésemos rancho. También me hice yo cargo de aquello. Cuando quedaba y no estaban ellos allí, cogía un cubo y se lo llevaba al cortijo. La madre de aquellos muchachos se llamaba Antonia y el padre José; me decían. "Esto que tú haces no sabemos cómo te lo podemos pagar". Y yo les decía: "A mí no me tienen que pagar nada, porque yo sélo que es pasar hambre; por eso lo hago". La mujer hizo que le llevara mi ropa para que ella me la lavara y cosiera. Le dije: "Pero si allí tenemos dos mujeres que nos lavan". Pero ella me dijo: "Aquí te lavo tu ropa sola y allí la tienen que lavar toda junta. Un día también me quiso dar 5 pesetas para que fuese al cine, pero le dije: "Más falta les hacen a ustedes para sus hijos que a mí para el cine.
Una tarde, cuando iba al cortijo de aquellos pastores para buscar la ropa, me vio uno que tenían siempre en el calabozo. Era de Cheuta. Me dijo: "Félix, ¿dónde vas?" Le dije: "A buscar la ropa; si quieres, te abro la puerta y le dices a Lemo –que era el que estaba de cabo de guardia– que te dé permiso y te vienes conmigo". Lo saqué del cuarto que hacía de calabozo, salió él para el patio. Yo lo esperé en la puerta y vino en seguida. Me dijo: "Vámonos, que me ha dicho que vaya contigo". El cabo, que estaba en la cocina, yo no lo vi.
Aquel día había cogido el pastor una liebre y la pusieron con patatas; no dijeron que nos quedásemos a cenar con ellos. Aunque les decíamos que no, al final nos quedamos. Lo que yo no sabía era que el Ceuta (que era como allí le decíamos) no le había pedido permiso al Lemo, y cuando llegó la hora de la cena y lo fueron a buscar para comer, se encontraron que no estaba. También me echaron a mí de menos. Mandó el cabo que fuesen a la estación y a la casilla que había de los ferroviarios, y como no estábamos allí miraron nuestro fusiles, a ver si estaban en el armero. Cuando los vieron, el cabo se tranquilizó.
Porqué, como allí decíamos algunas veces, "mejor es irse a la sierra que estar aquí". El cabo pensó: "Estos se han ido a la sierra precisamente hoy, que no está aquí el teniente" (había ido a Sevilla). Cuando volvíamos nos dijo el cabo: "¿De dónde venís, vosotros?" Yo le dije: "¿No lo sabes tú, que este te pidió permiso para venir conmigo a por la ropa?" entonces me enteré que aquel se vino sin permiso. Nos entró a los dos al calabozo; a él por no pedirle permiso, a mí por haberle abierto al puerta. Después de un par de horas, me sacó y me dijo: "Vete a dormir a la batería y mañana cuando venga el teniente ya le diré lo que has hecho".
Cuando vino el teniente al otro día se lo dijo el cabo. Me dijo el teniente: "¿Tú sabes lo que te podría pasar si ese se hubiese escapado estando en el calabozo?" Yo le dije: "¿Cómo se iba a escapar estando conmigo si no se escapa cuando está de guardia? No sé para qué lo meten en el calabozo nada más cuando está libre de servicio". Como no fuera porque estuvo de enlace y vendiera algo que no fuera suyo, como decía el teniente.
Ser tan comprensivo con la gente me podría haber costado algún disgusto. Un día de invierno que estaba de guardia, el que vino a relevarme, a las 7 de la mañana, venía dando tiritones del frío que traía. Yo le dije: "Coge una poca de leña y haces candela en la barraca" (que estaba bastante retirada del polvorín). Él me dijo: "¡Si está prohibido hacer candela!". Yo le dije: "Pues te vas a quedar helado". La hicimos entre los dos; yo le dije: "Cuando te calientes la apagas". Pero él no la apagó, y cuando el cabrero iba para allá con las cabras vio el humo. Se volvió y le dijo al cabo de guardia que en los polvorines habían hecho fuego (nosotros le decíamos polvorines a dos naves que estaban solas, retiradas de los otros pabellones).
Cuando se lo dijo el cabrero al cabo yo estaba en la cocina calentándome, y no le dije al cabo que yo ayudé a hacer la candela. Cuando volvió me dijo: "Tú hiciste la candela y no me has dicho nada". Yo le dije: "Como iba el otro helado le ayudé a hacerla y le dije que cuando se calentaras la apagara". El cabo se lo dijo al teniente, como era natural.
El teniente me llamó y me echó una buena réplica. Entre otras cosa me dijo lo de "perder las amistades conmigo", y que si aquello hubiese ardido me la hubiese buscado. Yo le decía que allí dentro de donde lo hicimos no se podía el fuego ir hasta donde estaban los polvorines. Y le dije que sino se hubiese quedado el otro helado. Y el me dijo: "Con no helarte tú, deja a los otros, que ellos no miran tanto por ti".
Después me dijo uno de los maestros artificieros, el más joven (se apellidaba Delgano): "Félix, no se te ocurra más de hacer eso, porqué aunque está lejos del pabellón, como tú dices, los gases de la pólvora no sabemos hasta dónde pueden llegar". Yo pensé: "¡Si supieras que hay quien fuma encima de las cajas de la pólvora!" Con aquel hombre había yo discutido de los viajes a la luna, que ya se decía que algún día subiría el hombre a la luna. Yo, como entonces era tan creyente y tan ignorante, le decía: "Si la luna la hizo Dios fue para que no fuesen allí los hombres". Él me decía de qué forma subirían en unos cohetes, tal como hicieron. Él lo habría leído, pero yo sólo leía entonces (y mal) novelas de El Coyote. El otro maestro artificiero se apellidaba Gil. Ese era mayor, y con él hablaba poco de nada.
Un día, para la feria de El Pedroso, fuimos en un camión unos cuantos. También vino el teniente y su familia. Cuando llegamos a la estación y nos bajamos nos dijo el teniente: "A las once de la noche tenéis que estar aquí todos para irnos". De los que íbamos, había dos que tenían que jugar con el equipo de El Pedroso, que aquella tarde venía un equipo de un pueblo de Extremadura a jugar. Los que quisieron fueron a ver el fútbol, y los que no, no fuimos a ver otras cosas por el pueblo.
Cuando eran las diez veníamos tres de la plaza para la estación. Entonces vimos que el cabo primero Lemo, que hacía poco que había venido, estaba diciéndole a dos quintos del 1946, que hacía pocos días que habían llegado al destacamento: "Vosotros iros para el camión". Los muchachos le decían: "Mi cabo, si el teniente nos dijo a las once". Él, como había allí unos paisanos suyos, que habían venido con los futbolistas, para que vieran que él tenía mucha personalidad, les dio a aquellos muchachos una torta. Los paisanos suyos les decían: "Lemo, no seas sieso".
Cuando llegamos, los otros y yo le dijimos que por qué les estaba pegando a aquellos. Nos dijo: "Porqué me da la gana". entonces le dije yo: "Pégame a mí, flamenco". Me dijo: "A ti lo mismo te pego", y quiso darme una guantada. Los esquivé, y se la di yo a él; fue a tirarme una patada y le cogí el pie y lo tumbé de espaldas. Se llenó la calle de gente y le dije: "Vente a las afueras del pueblo, que mira que espectáculo estamos dando". Mientras, vinieron unos cuantos de los nuestros, entre ellos dos cabos segundos, y nos dijeron: "Estaos quietos".
Uno de ellos fue donde estaba el teniente y los maestros artificieros, y le dijo lo que había. El teniente le dijo: "Decídles que vayan para el camión, que pronto vamos nosotros".
Cuando vinieron, el teniente ya traía a su familia, que por lo visto tubo que ir a la casa de Juan Brenes, que allí estuvieron, porque los niños se le cansaron y el teniente se fue con los artificieros a tomar unas copas. El teniente, cuando llegaron a la estación, no nos dijo nada, y yo pensé que el cabo que fue a verle con otro soldado no le había dicho nada. Cuando el chófer iba a poner el camión en marcha no arracancaba. Le dijo el teniente, que también sabía conducir: "Déjame a mí". Entonces se dio cuenta de que el camión no andaba porque le faltaba gasolina; dijo: "¿Quién quiere ir al destacamento y que venga el mulero y traiga un bidón de gasolina?" El Lemo le dijo: "Yo iré, mi teniente". Ninguno más dijo de acompañarle.
El destacamento está de El Pedroso a 5 ó 6 kilómetros. Cuando vino Cristóbal, que era el mulero, nos decía: "Por vosotros he tenido yo que venir a estas horas, y vosotros os vais en el camión y yo tengo que ir con el mulo". (Más adelante diré algo de Cristóbal).
Cuando se puso el camión en marcha, nos subimos. Conducía el teniente, porqué al chofer le echó una bronca por no darse cuenta que el camión no tenía gasolina para ir y venir de El Pedroso. Cuando veníamos por el camino decían: "Mira cómo el Lemo se fue solo porque sabía que lo que hizo no tenía razón". Yo le dije al maestro artificiero (a Delgado): "¿Usted sabe lo que ha pasado?" Él me dijo: "Si el teniente no os dice nada, no lo menees, que ya hemos hablado nosotros de eso".
El Lemo había estado en la Maestranza, en la oficina, y él era el que llevaba el control de los que salían de escolta: falseaba los pases y los que iban de escoltas se iban unos días a sus casa. Así, él cobraba el rebaje de rancho de los días que los otros estaban en sus casa, hasta que lo descubrieron y lo echaron a El Pedroso arrestado. era reenganchado. No tardó mucho tiempo en licenciarse; decía que se licenciaría para irse a su pueblo, a una oficina.
Yo, cuando aquello, estaba de porquero y tenía que hacer refuerzos. Estaba con el cabo de guardia, de noche, para ayudarle dando vueltas a los puestos y a hacer los relevos. La noche que me tocaba con el Lemo nos sentábamos en la mesa del cuerpo de guardia y no nos hablábamos el uno al otro. Yo, cuando tenía que ir a dar la vuelta a los puestos, me estaba con cada centinela un buen rato, hacía tiempo hasta que era la hora del relevo. Estuve sin hablarme con él hasta que un día, por fin, me dieron permiso, y cuando iba para la estación me dijo: "Félix, que te encuentres bien a tu familia". Le dije: "Gracias, hombre". Después, cuando vine, ya nos estuvimos hablando hasta que se licenció.
Allí, de Hinojosa, sólo estuve yo hasta que vinieron los quintos del 1946, cuando vino uno del pueblo que no sabía escribir. Le escribía yo, lo mismo que a Cristóbal López Gálvez. A los dos les tenía que leer las cartas y escribírselas. Tenía que poner lo que yo veía que había que contestar a sus cartas, porque los dos lo único que me decían que les pusiera que se acordaban mucho de ellos y que estaban bien. Mi paisano era un hombre pequeño de estatura. Se llamaba José Calzadilla, y de mote Lechuguino.
Cristóbal era un hombre de mucha corpulencia: lo que tenía de grande, lo tenía de nobleza, no de cobardía. Yo le leía las cartas de su madre, que era su único familiar, porque no tenía ni padre ni hermanos. El era de Paterna de la Sierra, provincia de Cádiz. Me gustaría poderlo ver. Pero quién sabe dónde estará. Siempre que le leía las cartas lloraba y algunas veces decía: "Tobala, ¿por qué no apretaste las nalgas y me mataste cuando me pariste?" Yo decía: "Calla, que no dices más que tonterías", y él lloraba como un niño.
El Lechuguino tenía novia. Yo, cuando me decía que le pusiera a la novia lo que yo quisiese, le decía: "¿Quién es el novio, tú o yo?" Y él decía: "Yo no sé qué ponerle". A la novia le pasaba lo mismo: le escribía una vecina. Un día, cuando fui con permiso, me dijo que fuera a ver a la novia, y ella me enseñó la muchacha que le escribía. Yo le dije: "Entonces, los novios somos tú y yo". Se echó a reír. Aquella era una ricachona, y escribía mucho mejor que yo.
El Calzadilla (o Lechuguino) me decía: "Aquí no hacen falta rancheros". Le dije: "Cuando se licencien esos que hay, que son del 44, después tendrán que poner a otros". Me dijo: "A mí me gustaría ser ranchero". Se lo dije a Picino. Le dije: "Antonio (que era su nombre, aunque todos le conocían allí mejor por Picino), cuando se licencien los del 44, si puedes piensa en mi paisano para ranchero".
El Picino, como dije, era matarife. Fue el primero de mi quinta a quien el teniente hizo cabo. Él hizo después cabo a un paisano suyo; los dos se llamaban Antonio, pero el Picino se quería comer el mundo, y al otro tanto le daba ocho que ochenta.
Con mi paisano, mientras estuvimos los dos del pueblo, no había disputas. Pero vino arrestado mi inseparable (cuando estuvimos de quintos, y cundo nos licenciamos también) Daniel Leán López. cuando vino él, empezaron las discusiones. Un día, se discutieron ellos, y el Lechuguino me vino a decir: "Félix, me ha dicho Daniel que ya no me vas a escribir más". Yo le dije: "Eso es mentira. Tan a gusto que he estado aquí sin paisanos, y ya lo tenemos liado".
El Lechuguino se casó cuando se licenció: la mujer le duró pocos años, y él también murió joven.
FÉLIX JURADO
Memorias de un niño de la guerra (1936-39) escritas cuando me jubilé (1989). Dedicadas a la madre de mis hijos, Lucía Escobar Fernández




DÉCIMO CAPÍTULO:
EN LA MILI (TERCERA PARTE)
Voy a decir algo de Juan Brenes. El padre murió hace muchos años; al hijo lo vi en el año 1965, que estuve en El Pedroso unas vacaciones con mi mujer y mis hijos. Estuvimos allí 24 horas, porque íbamos a Badajoz a ver a un hermano de mi mujer.
El padre, que en paz descanse, lo queríamos –sin despreciar al hijo– todos los artilleros que lo conocimos. Ellos eran labradores; además del trabajo que hacían allí. A ellos, el pan –que entonces era una cosa sagrada– no les faltaba, y cuántas veces nos daban un trozo de pan y de lo que tuviesen a todos los que íbamos donde ellos se quedaban.
A mí, había noches que hacían una cena extraordinaria y me decían: "Félix, no comas esta noche ranchón, vente aquí con nosotros". Estaban allí el padre y el hijo; la mujer y otra hija que tenían estaban en El Pedroso.
Se encontraban hombres buenos entre tantos malos como había entones, como yo y todos los que vivimos aquello decimos. Cuando estuve en El Pedroso con mi mujer e hijos, le pregunté a la madre de Juan que si sabían algo del teniente Aniceto Granjera Lechón, y me dijeron que estaba en Barcelona, que había estado allí el año pasado y ya era comandante. Fui un día al cuartel donde me dijo que estaba en Barcelona, y el centinela al que pregunté me dijo que él no conocía a ningún comandante que se dijese así.
Contaré algo más de mi vida en El Pedroso, porqué contarlo todo sería demasiado pesado para quien lo lea, y para mí de escribirlo. Contaré lo más relevante.
Empezaré por un día que estaba de guardia en los polvorines y allí estaban unos albañiles haciendo una poca de obra, y un peón me dijo: "¿Quieres que peguemos cada uno un tiro, a ver quién tiene más tino?" Decía que había estado en la División Azul. Le dije: "Por mí podemos probar, lo malo es que sienta los tiros el cabo de guardia y venga; seré yo quien pague, no tú". Él dijo: "Si viene le decimos que han sido unos cazadores". Yo dije: "Como no se conocen los tiros de escopeta con los de fusil". Pero pusimos una lata al lado de un muro, y cada uno pegamos un tiro. Yo hice blanco, pero él no. Con otro fusil a lo mejor me hubiese ganado, pero el que yo tenía había que entenderlo. Cuando íbamos al blanco nos ponían un paquete de tabaco, y el que le daba se lo ganaba.
Era raro que yo viniera sin algún paquete. Algunos me decían: "Déjame que tire con tu fusil". Pero como no les decía el defecto que tenía el fusil, lo hacían peor que con el suyo. En lugar de apuntar un poco para la derecha y un poco para bajo, con aquel fusil había que apuntar un poco hacia la izquierda y un poca para arriba.. Después de haber disparado el peón de albañil y yo no tardó mucho en venir el cabo de guardia, que era Antonio Lozano, el paisano de Picino. Cuando lo vimos venir me dijo él que había disparado conmigo que le echase tierra en el cañón y en la recámara, y así no huele a pólvora. Le eché un poco de polvo. cuando llegó el cabo me dijo: "Quién ha pegado esos tiros". Le dijimos que habían sido unos cazadores que iban del río pa allá.
Pero él me dijo: "Esos tiros eran de fusil; has sido tú". Le dije: "Mira, mi fusil está lleno de polvo del tiempo que hace que no he disparado con él". Me dijo: "Déjame que lo vea". Lo primero que hizo fue olerlo. Me dijo: "Huele, verás como aunque le has echado polvo todavía huele". Yo le dije lo que habíamos hecho. Me dijo: "No vuelvas más a hacer esto, que te la vas a buscar". Él se fue y yo le dije al otro: "Lo ves, no lo he podido engañar".
Una noche que estaba yo de retén el que estaba de guardia en el puente, que era el puesto más cercano al cuerpo de guardia, el centinela que estaba allí pegó un tiro. Fui a ver qué había pasado. Cuando llegué le dije: "Acevedo –que así se apellidaba el que estaba de puesto–, ¿qué ha sido ese tiro?" Me dijo que ahí, en la huerta, había visto un tío.
Yo le dije: "¿No lo habrás matado?". "No, se ha ido corriendo hacia el río y no le he podido tirar más porque sólo tenía una bala". Yo no llevaba ni cartuchera ni fusil, pues estaba cerca del cuerpo de guardia. Salí sin coger nada.
Fui a decirle al cabo lo que me había dicho el centinela. Le dije que me diese las balas para llevarle al centinela. El cabo sólo tenía un peine de cinco balas. Tuvimos que ir a decirle al teniente lo que había pasado, y que nos diera balas, que no teníamos. Nos dijo: "Como siempre, estáis pegando tiros cuando vais a los polvorines de guardia". Ya sabía él que no fui yo solo el que pegaba tiros. No dijo: "Ir que el maestro delgado os dé balas"
Cuando llegamos con las balas (también venía con nosotros el teniente) ya estaban todos los que entraban de guardia. comentamos lo ocurrido, y el teniente le dijo al cabo: "Sube a la batería y que bajen unos pocos, que vamos a dar una batida, a ver si cogemos a ese tío que decís que ha visto el centinela". Nos dijo a cada uno por dónde teníamos que ir. A unos les dijo que fuesen por la carretera, a otros por la vía, y a otros que fuesen con él por la huerta. El Gálvez y yo nos fuimos por la carretera. Al teniente se le ocurrió de pegar unos tiros con la pistola contra unas zarzas que había en la orilla del río, y los que iban por la vía se liaron también a tiros.
Como a los hombres eso de pegar tiros nos encanta, se lió un tiroteo. El Gálvez y yo nos escondimos en una casa que había al otro lado del río, y yo le grité al teniente diciéndole: "¡Mi teniente, mande usted que no tiren más, que nos vamos a matar unos a otros!" Gritó el alto el fuego. No vimos a ningún tío.
Al poco tiempo supimos quién fue aquel intruso. Era uno de los gitanos que estaban allí con nosotros y se metió a coger tomates en la huerta para llevárselos a una muchacha –no tan muchacha– que conocía en El Pedroso. Él estaba casado, y con los tomates que había, no podía haberlos pedido o cogerlos de día. Los dos gitanos que estaban allí eran primos hermanos, y eran de la quinta de 1944.
Otra noche que también estaba yo de retén, como el teniente no quería que se llevaran mantas a los puestos porque los centinelas se dormían, y como ya he dicho que había veces que se doblaban y redoblaban las guardias, pues a uno de los Chacha Curro (que eso era lo que estaban diciendo siempre los gitanos) se le ocurrió de llevarse al puesto la sábana. Cuando yo fui dando una vuelta por los puestos, vi una cosa blanca y me quedé parado. Pensé si aquello sería una carpanta que se nos había metido allí. Cuando me vio, me dijo: "Alto, Chacha Curro". Cuando llegué a él le dije: "¿Por qué te traes las sábanas". Me dijo lo que ya sabía: como el teniente no quería que nos trajéramos las mantas, se trajo las sábanas. Aquel gitano se llamaba José. Le dije: "Si viene el cabo, cuando lo veas, quítate la sábana de encima". Que yo no sabía lo que estaba viendo. Me dijo: "Adiós, Chacha Curro" cuando me iba.
No fue el miedo que me dio al ver a aquél con la sábana el más grande que pasé allí. El más grande fue una noche que estaba de puesto en la garita. Aquella noche, cuando iba yo a relevar al que estaba allí –como ya he dicho, íbamos solos– vi una luz a lo lejos, en la dirección del río. Me volví al cuerpo de guardia y le dije al cabo: "Asómate a la puerta, verás que luz se ve allí lejos". Él me dijo: "Eso será alguno que esté cazando pájaros con un carburo". Pero como era para el sitio donde yo tenía que ir, vino él conmigo. Cuando llegamos, le preguntamos al que estaba de puesto que si él había visto una luz. No había visto nada. Nos pusimos a mirar desde un puente metálico que había en el río y vimos las luz, ya más lejos.
Me dijo el cabo: "No tengas miedo, eso es lo que te he dicho: uno que está cogiendo pájaros y ya se va". Ellos se fueron y yo me fui fuera de la garita, en unos cubiertos que había, ya medio destruidos. Allí estaba la chimenea de cuando aquello había estado en activo. También había unas piedras muy grandes; yo me puse detrás de ellas. Me hice un cigarro y me lo fumé, me tapé con la manta (que todavía no había dado el teniente la orden de no llevarlas a los puestos), y ya no pensé en la luz.
Me quedé adormilado, y una de las veces que cerraba y abría los ojos vi una iluminación. Monté el fusil y me puse de pie, con más miedo que once viejas, y dije: "Alto, quién va". Allí no contestaban ni las ratas. Cuando se me pasó un poco el miedo, me senté otra vez y me puse a rezar. Me di una casca de rezar aquella noche, que las tres horas de puesto me parecieron tres años.
Me volvía a fumar otro cigarro y me quedé otra vez adormilado. Cuando abrí los ojos volví a ver la iluminación. Entonces, se levantó viento y el tejado de aquellos cubiertos, que era de chapa como la uralita, hacía más ruido que un demonio, aunque yo no necesitaba ningún demonio. Cuando sentí un trueno me quedé tranquilo: lo que yo veía cuando abría los ojos eran los relámpagos, y como la tormenta estaba tan lejos, hasta que no se acercó no sentí los truenos.
No se en que fecha sucedió aquello, pero vaya tres horas de puesto. Cuando se apodera el miedo de uno, ni con una ametralladora que tengas en las manos se te quita. Al menos a mí, el fusil no me quitaba el miedo, que lo tenía montado encima. No creo que hubiera sido capaz de apretar el gatillo.
Hablaré del permiso. Por fin fui con 25 días de permiso. Estuve sin ir a mi casa desde octubre de 1945, cuando cumplí la convalecencia de cuando estuve enfermo, hasta aquellos 25 días de permiso oficial el mes de noviembre de 1946, y eso que de Hinojosa a El Pedroso no hay ni 100 kilómetros. Un día se lo dije al teniente, si para mí no había permiso oficial. Él me dijo: "¿No estuviste tú dos meses de permiso?" Le dije: "Pero eso fue de convalecencia, y ya hace 13 meses". Él me dijo: "¿Ya hace tanto tiempo?" A los pocos días fue a Sevilla, y cuando vino me dijo: "Félix, prepara la maleta, que te he traído un pase con 25 días de permiso".
Esa vez, cuando fui de permiso, sí que iba hecho un hombre, no cuando fui con la convalecencia, que fui hecho un esqueleto. También era el tiempo que empezaban las dichosas bellotas, y como no había otra cosa que hacer, me tocó ir a por bellotas. Por eso me acuerdo siempre de las bellotas, por los ratos tan amargos que pasé con ellas, por muy dulces que estuvieran.
De los días que fui con aquel permiso, hubo de todo, como siempre: días que sacaba el jornal, y días que se los tuve que llevar a otros, que ellos tenían un jornal seguro. Un día que iba con Francisco Pescuezo (que ese hace tiempo que murió en Vic) nos cogió una pareja de guardias civiles. Veníamos nosotros cada uno con su recogida, que era un medio saco de bellotas, al hombro, y cuando los vimos ya los teníamos encima.
No pudimos esconder los sacos, y nos dijeron: "¿Qué lleváis ahí?" Sabían ellos como nosotros lo que llevábamos. Nos dijeron que por qué íbamos a por bellotas. Dije: "Porqué yo he venido de permiso, que estoy haciendo la mili, y en mi casa no tenemos para comer". Poca compasión tuvieron con nosotros. Nos dijeron: "Llevarlas al cuartel, y decir que os lo ha dicho una pareja que va para los lates".
Por eso digo que entre tantos malvados como había siempre se encontraba algún hombre bueno: les tuvimos que llevar las bellotas al cuartel para los cochinos que tenían ellos allí. Nosotros nos fuimos a nuestras casas con las manos vacías. Tendría muchas cosas a decir sobre esto, pero que juzgue aquí quién lea esto, si es que lo lee alguien. Hace años que lo viví.
Cuando estuve en mi casa durante aquel permiso estaba mi hermana Carmen en un convento de monjas en Montoro. Les dijeron a las madres de las niñas menores de 14 años a quienes ellos habían matado los padres, que si querían llevarlas al colegio de Montoro, que allí estarían muy bien y se harían unas mujeres de provecho. No sé a lo que ellos llamarán mujeres de provecho: lo que allí aprendió mi hermana, como todas las niñas que había, fue a rezar, a pasar hambre y frío al mismo tiempo. Mi hermana tenía 10 años.
Cuando cumplí el permiso, le dije a mi madre: "Quiero ir a ver a la Carmen, que ya hace mucho tiempo que no nos hemos visto". Me preparó mi madre cuatro cosas para ella, y fui a Montoro a verla el mismo día que me tenía que ir. Como no teníamos reloj me levanté con el tiempo justo, tan justo que cuando llegaba a la calle Corredera ya venía el coche de línea de la plaza. Le hice señas para que se detuviese, pero no quiso. Me tuve que volver a mi casa e irme al otro día. Mi madre me decía: "Como te vas un día antes para ver a tu hermana, pues ya no vayas a ver a la niña, no sea que te arresten por ir después". Yo le dije: "Si me arrestan, que me arresten, pero yo voy a verla".
Cuando llegué a Córdoba fui a la fonda en qué estuve cuando me llevaron de recluta y le dije a mi paisana que si podía dejar allí mi maleta hasta la vuelta, que iba a Montoro a ver a mi hermana. La María de los Ángeles me dijo: "Déjala, ya te la guardo". Me preguntó cómo estaba su familia y la mía. Estuvimos un rato hablando y después cogí lo que llevaba para mi hermana y me fui a la estación. Me metí en el primer tren que salió para Montoro. Era un mercancías. Cuando llegué era por la tarde. Pregunté por el colegio donde estaba mi hermana, y cuando llegué tiré de una cuerda que hacía sonar una campanilla. Salió una monja y le dije que era hermano de Carmen Jurado Ramos, que si podía verla. La monja tuvo la curiosidad de preguntarme dónde estaba haciendo la mili. Se lo dije. Me dijo: "Espera, que se lo voy a decir a la Superiora". Vino la Superiora y lo primero que me dijo fue que dónde estaba haciendo la mili. Se lo dije. Me dijo: "Vas a ver a tu hermana porque eres un soldado que está defendiendo la patria, si no no, porque hoy no es día de visitas". Pidiéndoselo por favor la dejó salir un rato conmigo.
Mi hermana estaba más crecida que la última vez que la había visto en nuestra casa, pero más delgada. Tenía el pelo muy corto. Cuando me vio, no sabía qué hacer, si reír o llorar. Yo pensaba: "¡Que tenga que estar aquí mi hermanilla, tan lejos de nuestra casa! Qué habremos hecho nosotros, para tener que sufrir tanto en este mundo". La saqué un rato, a dar un paseo. Me dijo: "Chache, ¿me quieres comprar una pastilla de jabón para lavarme, que no tengo, y un peine?" También quería que le comprase palodul, pero eso no lo pudimos encontrar. Estuvimos un rato, y cuando vi que pasó el poco tiempo que nos había dado la monja nos fuimos donde la tenía que dejar, con todo el dolor de mi corazón. Aquel día no hablamos casi nada de cómo las trataban allí (estaban ella y otra vecina nuestra, una hija de Manuel Pescuezo; aquella no la vi, lo que me dio su madre para ella se lo di a mi hermana para que se lo hiciese llegar).
Me tuve que quedar aquella noche en Montoro. A una hija de la posadera le dije: "¿Tú no sabes dónde venden palodul?" Me dijo: "En la plaza hay, por las mañanas". Le di 50 céntimos para que le comprase un poco a mi hermana y fuese al convento a llevárselo. La muchacha me dijo que lo compraría y se lo llevaría. Cuando fue la hora de levantarme, comí un poco y me fui a la estación. Cuando pasó el correo me fui a Córdoba.
Después, cuando mi hermana volvió a nuestra casa y yo me licencié, me dijo: "Chache, cuando fuiste a verme yo no te podía decir nada de cómo estábamos allí porqué nos decían las monjas que la que dijese a sus familias que allí no estaban bien, la metían en el cuarto de las ratas, para que la comieran por mala". La mojas quisieron hacerlas a su imagen y semejanza, y lo que consiguieron fue que las odiaran durante toda su vida. Consiguieron que algunas fuesen monjas, pero tan pocas, que con lo que sembraron en aquellos tiempos, como siga la cosa como va , el que quiera ver a una monja va a tener que vestir una caña de monja.
Mi hermana dice que cuando salían al patio, donde había árboles frutales, sólo podían coger, con el hambre que tenían, las peras pequeñas que se caían. Si cogían una del árbol las tenían en cruz medio día. Cuando iba a barrer a la bodega, veía los jamones que tenían, curados. Ellas, lo que probaron de los jamones fue la sal: se mojaban el dedo de saliva, lo pasaban por los jamones y se lo chupaban. La canción que les hacían cantar decía:
Viva Dios, que nunca muere
la santa religión
y las medres del colegio
que nos dan la educación.
Y nosotras picaremos
no la queremos tomar
merecemos cuatro palos
y a la cama sin cenar.

Cuando llegué a Córdoba, uno que venía de escolta me dijo: "Si quieres no saques billete, que yo tengo la lista de embarque para dos". Así me pude ahorrar lo que valía el billete. Sólo me quedaba un cajetín, y tenía que coger un tren de Córdoba a Los Rosales, y otro de allí a Fábrica del Pedroso. Con el dinero que tenía, no podía permitirme el lujo de decirle que no.
Mientras él estaba en la estación, fui a por la maleta. Cuando vino el tren que iba a Sevilla, nos fuimos hasta los Rosales, y como ya había paso el correo, cogimos el primer mercancías que pasó. Nos sentamos en una garita donde iban los guarda frenos. Cuando llegamos a Villanueva de Ríos y Minas estuvo el tren parado mucho tiempo. Cuando llegamos al destacamento casi oscurecía. Solté la maleta en la batería y fui en seguida a decirle al teniente que ya había llegado. Me preguntó por mi familia, si estaban bien. No se dio cuenta que llegaba dos días tarde.
Cuando escribí a mi familia le dije a mi madre que, si podía sacar a la Carmela de aquel convento, que lo hiciera, porque yo la había visto muy delgada. Que para estar pasando hambre allí, que la pasara en casa. Lo que yo no sabía es que tampoco podía dormir de frío, que después es cuando no dijo que se acostaba y se levantaba con los pies helados.
Al otro día de llegar, como había otros de permiso, me pusieron guardia. Aquel año 1946 estuve de guardia el día 24 de diciembre. Me tocó la Nochebuena de puesto. A las 10 vino el cabo de guardia a darnos a los que estábamos de puesto una copa de anís y unos dulces.
Yo sabía que aquello lo íbamos a pagar caro. Al cabo, que era Antonio Lozano, le dije: "No creerás que con esto nos vas a engañar como a los muchachos y nos vas a tener de puesto toda la noche". El me dijo: "No, hombre, si es que me ha mandado el teniente que le dé a los que están en los puestos una copa y unos dulces". Yo le dije: "Bueno, a ver si cuando sean las doce venís a relevarme".
No me equivoqué: eran las dos de la madrugada y aún no venía el que tenía que relevarme. Me harté de esperar y me fui donde tenían liada la fiesta. Al primero que salió a la puerta le dije: "Quieres decirle al cabo de guardia que salga, que lo quiero ver". No quise entrar, porqué allí estaban los maestros artificieros, y no quería que se enterasen que dejaba el puesto solo. Cuando vino el cabo me dijo: "¿Qué quieres?" Le dije: "¿No sabes tú lo que quiero?" Me dijo: "Si no me lo dices, no lo sé". "Que no sabes qué hora es y no has mandado ninguno a relevarme". Él, entonces, me dijo: "¿Qué has hecho? ¿Dejar el puesto solo? Si se entera el teniente nos la vamos a buscar los dos; haz el favor de irte al puesto, que voy a ver dónde está el que mandé a relevarte cuando eran las doce".
Casi eran las 4’30 cuando volvieron los dos. El que tenía que relevarme, en vez de venir al puesto cuando lo mandó el cabo, se había metido en el comedor, que era donde tenían liada la juerga. Cuando vinieron, le dije al cabo: "Yo ya he terminado por hoy mi guardia", y me fui a la batería a acostarme. Pero con el cachondeo que tenían debajo y los nervios que yo tenía, no había quien me hiciera dormir. Ya se habían ido los maestros artificieros, y el que tenía liado todo el tinglado era José Zafra. Aquel, con una caja de chapa y dos palos te liaba unos zapatiestos que retumbaba todo aquello.
Me cansé de oír tanta música de aquella y me levanté. Fui al comedor y le dije a Zafra: "¿Todavía no te has cansado de dar porrazos y berrear?" Me dijo: "Por eso es Nochebuena". Le dije: "Ya es Navidad, que la Nochebuena ya hace rato que pasó". El seguía dando porrazos y berridos. Con mala leche, le dije: "Si no quieres irte a dormir, te vas a la orilla del río y le tocas a los peces, que yo he estado de guardia y quiero dormir". Lo dejé, para no liarme a tortas con él, que no tardó mucho rato en dejar de dar berridos y palos a su tambor.
Era un caso perdido: hacía allí de carpintero (era su oficio), y vendía casi todas las puntas que había. Por vender, vendió hasta el capote, y el teniente se lo iba descontando de las sobras, que allí era de 1,50 diaria. Un día de los que vino el capitán le dijo: "Mi capitán, me s’ha perdido el capote, y el teniente me lo está descontando de las sobras". El capitán le dijo al teniente: "Págale a Zafra las sobras, que si no, nos va a vender hasta a nosotros".
Cuando volvieron, después de la Navidad, los que estaban de permiso, un día, estando formados, me dijo el teniente: "Félix, saca los cochinos y llévalos por ahí, para que coman". La trompeta para hacer las llamada que había allí era una campana como las que había antes en las estaciones para anunciar la llegada y la salida de los trenes (hoy se hace de otra forma). Todas las mañanas, después del desayuno, los que no tenían servicio de armas teníamos que formar. Venía el teniente, y a cada uno nos decía lo que teníamos que hacer.
Yo estuve con los cochinos hasta que el teniente los vendió. Una noche vino un camión y se llevó las vigas de hierro que estaban allí, que el teniente las vendió. El cabo de guardia se lo dijo al sargento. El sargento, que le tenía envidia al teniente porque él no podía mangonear como él, animó al cabo (un gaditano que también era del 1945) para que entre los dos dieran un parte por escrito de que había vendido un camión de vigas. Cuando el teniente se enteró, sabiendo lo que le esperaba, vendió los cochinos y las cabras (de estas, dejó 4 ó 5).
Estuve comentando con él lo que le habían hecho. Me dijo: "El cabo se licenciará, pero el sargento, como vuelva a estar en otro sitio conmigo, se va a enterar de quién soy yo". Suerte tuvo de vender enseguida los animales, porque a los dos días vinieron un capitán y un teniente. El capitán era el que tuvimos de instructor siendo quintos, y el teniente era joven y estaba soltero. Nosotros no lo conocíamos, iría a La Maestranza después que nosotros.
El teniente se quedó al cargo del destacamento, y el capitán vino para arrestar al otro teniente. Le dijo que de momento no podía salir de su casa. Al que estaba de puesto cerca de la casa del teniente le dijo: "Si ves que el teniente sale de su casa, le pegas un tiro". No creo que ninguno le hubiésemos pegado un tiro si llega a salir de su casa, porque si él hubiese cumplido las leyes militares a rajatabla, nos hubiesen tenido que fusilar a todos los que estábamos allí. A los pocos días se llevó de allí a su familia, a unos pabellones que había cerca de Pinedas. A él lo tenían arrestado en el cuarto de banderas en la Maestranza.
Al cabo, por lo que decían, no le quedarían más ganas de dar partes por escrito de ningún superior. Decían que lo tuvieron 24 horas en cruz en el cuerpo de guardia de La Maestranza. No sé que fue del sargento, y la última vez que vi al teniente fue en La Maestranza; él salía del cuarto de banderas y nos cruzamos en el patio. Seguro que iría a hacer sus necesidades. Yo lo saludé militarmente; él me miró, pero no dijo ni palabra. Volví a saber de él, como ya dije, un año que fui a El Pedroso.

[En Fábrica del Pedroso, el día 14-8-1945]
A aquel joven teniente le gustaba el agua más que a las ranas. Todos los días se iba al río a media mañana y se venía a la hora de la comida. Un día estaba yo de guardia por donde él pasaba; salí de la garita y lo saludé como se saluda cuando uno tiene armas, aunque con el otro teniente y el capitán (cuando venía) no hacíamos ni eso. El capitán, como al principio de estar allí siempre le saludábamos, nos dijo: "Con una vez que nos saludemos por la mañana basta, como dándonos los buenos días. Después no me saludéis cada vez que me veáis". Pero aquel nuevo pensaba como recién salido de la academia: al poco rato de pasar él por allí vino el cabo de guardia y uno de los que estaban de servicio. Dije: "¿Dónde vais, si todavía no es hora?" Me dijo el cabo: "¿Qué te ha pasado con el teniente, que me ha dicho que te releve y te mida cuarenta metros cuadrados donde esté la hierba más grande para que la caves?" Dije: "Pues si yo me salí de la garita y lo salude". Dijo el cabo: "Pero no le diste la novedad". Yo le contesté: "¿Y cuándo hemos dado aquí la novedad a nadie?" Dijo: "De aquí para adelante lo tendremos que hacer". Dije: "Si cavo esa hierba en el tiempo que estoy libre, luego puedo seguir la guardia". Me dijo que si yo lo que quería era estar libre el domingo para ir a El Pedroso.
No sé si fue bueno o malo, el acaloramiento que me dio aquella tarde. Lo que sé es que aquello fue el fin de estar yo en Fábrica de El Pedroso. A los dos días se me liaron unas fiebres de cuarenta y más grados. El practicante me dijo: "Esto es una insolación, de estar el otro día toda la tarde bajo el sol quitando hierba". Yo le dije: "Me parece que es paludismo, porque me da al tercer día. Sea lo que sea, dile al teniente que me mande a Sevilla, no me pase como la otra vez que estuve con fiebres, que por poco me muero aquí."
Al otro día me fui a Sevilla con el enlace. Me tuvieron en el botiquín toda la mañana, y por la tarde me mandaron al hospital de Queipo de Llano. Yo pensaba que me llevarían donde estuve antes, pero fui a otro pabellón, el 4º.
Estando en el botiquín de La Maestranza vino el enlace y me dijo: "¿No sabes lo que me han dado para ti?" Yo le dije: "Qué sé yo". Dijo: "Si no te enfadas, te lo digo". Dije: "¿Por qué me voy a enfadar?" Me dijo lo que era: un pasaporte con 25 días de permiso. Dije: "Está muy bien el pasaporte, pero donde yo tengo que ir es al hospital a curarme. Sólo falta que vaya a mi casa enfermo". Dijo: "Ya tienes razón".
¡Qué diferencia había entre la monja del 5º pabellón y la que había en el 4º! La primera, como ya dije, era la mujer más comprensiva que yo he visto. La segunda era como muchas que hay: de buena que era le decían sor Metralla. No le faltaba razón a quien se lo puso. La guantada que me dieron en la mili fue de ella, que la que me quiso dar el cabo Lemo la esquivé. Pero ella, que no medía dos cuartos del culo al suelo, me la dio.
Un día que tenía fiebre me levanté a las nueve de la mañana y fui al cuarto de aseo para lavarme la cara. Entró ella diciéndome: "Tórtolo (la otra nos decía "niños", ella "tórtolos"), que ya no es hora de lavarse". Y mientras con la boca me decía esto, con la mano me dio una torta. Le dije: "He venido a lavarme porque tengo fiebre, para refrescarme un poco". También le dije que en más de dos años de mili era la primera guantada que me habían dado. A ella le hizo mucha gracia aquello, y cuando vio a un enfermero le dijo: "Mira, tan alto como es y le he dado una guantada".
Otro día me pidió uno lumbre para encender un cigarrillo. Le dije: "Vámonos fuera de la sala, que como nos vea sor Metralla estamos listos. El otro me dijo: "Dame y me salgo al corredor, que ella no me ve". Le di, y vaya si nos vio. Vino al corredor en que nos habíamos salido, y nos dijo: "¿Vosotros no sabéis que en la sala no se puede fumar?" Le dijimos: "Si sólo hemos encendido el cigarro y nos hemos salido al corredor". Nos dijo: "Mañana se lo diré al médico". Y vaya si lo hizo. Cuando el médico pasaba la visita, los que podíamos levantarnos nos poníamos de pie delante de las camas, y cuando el médico llegó a mí, le dijo la hermana: "Mire, este y aquel estaban fumando en la sala".
Yo no llevaba muchos días allí, y cuando ingresé me pelaron al cero, como a todos. El médico dijo: "¡Cómo tiene este el pelo! Que se pele toda la sala". Había algunos con dos dedos de pelo y que pronto pasarían por el tribunal y les darían la convalecencia para ir a sus casas; se tuvieron que pelar al cero. Algunos, si hubiesen podido, nos hubiesen comido. Como siempre, pagaron los que no tenían culpa.
La comida también era escasa. Hacían el pedido las monjas, y aquella, si nos hubiese podido matar de hambre, seguro que lo hubiese hecho.
No sé si sería verdad lo que decían de la hermana, que como en su pueblo ninguno se quería casar con ella, se fue de monja.
Cuando se me empezaron a cortar las fiebres me dijo el médico: "Vosotros, los palúdicos, podéis trabar algo. Te vas y le ayudas a los jardineros (también eran soldados); así, te dará la hermana más de comer". Había una mesa que le decían "de los pelotas", y allí comía yo cuando me fui con los jardineros. Mi trabajo era quitar alguna hierba seca, los otros hacían lo demás. Mejor era aquello que estar viendo a la tía aquella.
Lo de ir a limpiar jardines era por la mañana, y por la tarde, como sor Metralla era tan buena, nos hacía ir al rosario: lo que perdía con su mala leche lo quería recuperar rezando.
Yo estuve en el hospital hasta unos días antes del referéndum que hicieron en el mes de julio del 1947. Cuando hicieron la relación para ir a votar en aquel referéndum (que nosotros decíamos "si pones sí, que siga; si pones no, que no se vaya"), a mí me pilló en el hospital. Pero salí de él antes de que se celebrase, y cuando en la Maestranza me dijeron que tenía que ir a votar al otro día, les dije: "Yo tendré que ir a votar al hospital, que allí me apuntaron". Me dijeron: "Toma este papel y te aprendes de memoria ese nombre que está ahí escrito". Le pregunté: "Para qué me tengo que aprender eses nombre?" Me dijo un sargento: "Porque has de ir a votar por uno que está de escolta".
Así que voté dos veces. Por la mañana fui al hospital, y desde allí nos llevaron a los hotelitos. Allí todos los que votamos éramos militares. Nos dieron la papeleta para que cada uno pusiésemos lo que quisiésemos. Aquella la eché en blanco.
Cuando por la tarde nos llevaron a la calle del 2 de Mayo, antes de salir de La Maestranza, nos dieron los papelitos con el sí puesto. Donde fuimos estaban militares y paisanos todos juntos. Yo entré en un váter; allí había papeletas en blanco; cogí una, y con un trozo de lápiz que tenía puse NO. Rompí la que me habían dado con el SÍ. Pensé: "Aquí, entre paisanos y militares, no sabrán quién ha sido el del no".
Como tanto miedo teníamos metido en el cuerpo, pasé un rato jodío cuando nos dijeron: "Los militares, venid, que vais a votar en este sitio". Cuando me tocó a mí, tenía que decir el nombre del otro y después darle la papeleta a un teniente, que era el que las metía. Pensé: "Cómo la abra y la vea, se me va a caer el chaleco". Hasta que la entró en la urna no se me pasó el miedo. Después pensé: "Como mi nombre no está ahí, a mí no me pillan".
Después de aquel día fui a ver al cabo primera de la 6ª batería, que era a la que yo pertenecía, y le dije: "Mi primera, ¿qué tengo que hacer? ¿Irme al destacamento que me ha tocado o quedarme aquí?" Me dijo: "Yo no sé. Vamos a ir a ver al comandante ayudante y él te dirá lo que tienes que hacer". Fuimos los dos. El entró en el despacho del comandante y yo esperé en la puerta hasta que salió el primera. No se qué le habría dicho; no salió muy contento. Me dijo: "Pasa tú, que te quiere ver el comandante". Pedí permiso para entrar. Me dijo: "¿De qué quinta eres?" Le dije que del 45. Anotó mi nombre en la hoja de un calendario que tenía encima de la mesa y me dijo: "A vosotros pronto os licenciarán, vete y ya te avisaré yo". Todavía estoy esperando a que lo haga. Se lo dije al primera y me dijo a qué destacamento tenía que ir: era al kilómetro 84, un destacamento que había en Algeciras.
Y es que no sólo relevaron al teniente, el sargento y el cabo mientras yo estuve en el hospital: relevaron a todos los que estaban en el destacamento de Fábrica de El Pedroso, y mandaron gente de otro sitio: el oficial del 14 de Artillería, y los soldados del 14 del mismo cuerpo y de Infantería. Yo pedí permiso para ir a Fábrica del Pedroso para recoger una muda que me había dejado en casa de la mujer que me lavaba la ropa, y un mono azul que ella me tintó. Y de paso, llegar al Pedroso a ver a la amiga.
Me fui con un enlace que no conocía. Me dijo que los que estaban eran todos nuevos. Cuando llegamos al Pedroso le dije: "Yo me quedo aquí". Fui a ver a la María y su familia. Aquella noche me quedé en su casa, y al otro día fui a casa de la señora que me lavaba la ropa. Estaba en el puebla porque había venido a blanquear la casa (me lo había dicho la María, con eso me ahorré de ir al campo). Estuve con ella hablando. Me dijo: "El mono lo tengo aquí, la muda se la di a tu paisano, que vino al cortijo para que se la diera antes de que se fueran de allí". Estuvimos comentando lo del referéndum. Le dije: "Usted también fue a votar?" Me dijo: "Decían que el que no votara le quitaban la cartilla de racionamiento". Me dio el mono. Le di recuerdos para su marido e hijos. Me despedí de ella y hasta ahora no he sabido más de ellos.
Me fui a casa de la María, y como hasta la tarde no me iba para Sevilla, me fui con ella y una vecina suya a hacerle compañía a una huerta de un pariente suyo que fueron a lavar.
Después nos cruzamos unas cuantas cartas, y cuando fui con mi mujer e hijos al Pedroso en el 1965 me dijo Juan Brenes que se casó y estaba en Cataluña. Los dos, aunque por distintos derroteros, fuimos a la misma tierra.
Por la tarde me fui a Sevilla a esperar que me dijeran una cosa o otra, y cuando empezaron a echar a la gente de los destacamentos para licenciarnos, vino mi buen amigo (por decir algo, porque yo, el único buen amigo que tuve fue mi padre, y me dejaron sin él a muy temprana edad) y me dijo: "¿Qué estoy viendo? ¡Si me dijeron que te había muerto!" Por lo visto, enviaron a uno al hospital para que me pagara las sobras y no me supo encontrar. Habían estado una quincena sin pagarme, pero después me pagaron dos; pero lo que es me decía no lo supe hasta entonces. Le dije: "Pues ya me ves, vivito y coleando. Cuando quieras me das la ropa que fuiste a pedirle a la mujer que me la lavaba, que tengo que entregarla". Me dijo: "Ya no tengo aquella ropa; la vendí. Como me dijeron que te habías muerto..." Le dije: "Pues yo no he visto a ningún muerto, ¡qué peje! Pero como no me apañes ropa para entregar, a ti te voy a dar dos tortas que vas a hacer palmas con las orejas". Me dijo: "Toma 7 pesetas y vamos a la tarde al jueves (que era como lo decían al rastro que había en Sevilla, no sé si aún existe) y te compras ropa vieja para entregar". Lo que pudimos comprar con aquel dinero estaba hecho trizas.
Desde que salí del hospital hasta el día que nos licenciaron estuve sólo de paseante de Sevilla. Por la mañana, después del desayuno, formaba con los asistentes y me salía a la calle. Me di a conocer con uno que era de Villarato. Ese estaba de asistente con un teniente coronel. No eran de la Maestranza, pero venían a dormir y a comer allí. Con él iba a la casa de la madre del teniente coronel (le hacía la compra a aquella mujer). Yo nunca la vi, porque me quedaba a esperarle antes de llegar al sitio. con alguna peseta que se ahorraba en la compra y con lo que le daba después, cuando salíamos de paseo nos tomábamos una jarra de cerveza.
Pero un día se fue sin que yo lo viera. cuando lo vi, le dije: "Porfidio (que así se llama, si aún vive), hoy no me has querido esperar". "Es que he tenido que hacer otra cosa". Al día siguiente me lo volvió a hacer. Cundo lo volvía a ver, le dije: "Si no quieres que vaya contigo para no convidarme, me lo dices, y no me andes con rodeos". Me dijo: "Te voy a decir lo que es, pero no te vayas a chivar". Le dije: "Hace poco que nos conocemos, sino no dirías que me iba a chivar". Me dijo: "Es que la madre del teniente coronel se ha ido de vacaciones, y no tengo que ir allí". Le dije: "Ya semos dos que no tenemos nada que hacer".
Cuando íbamos a los Jardines de Murillo, quería que nos arrimáramos a todas la mujeres que veíamos. Había tardes que se iba detrás de alguna a la otra punta de Sevilla. Una noche se quedó sin cenar, y yo le dije: "Espabílate, noviero, que esta noche te han dejado sin cenar". Era de 1944, agregado al 1946. Se llamaba Pofidio Rubio.
Llegó el día que tuvimos que entregar la ropa. Hice un lío con la ropa que tenía y los tropajos que compramos en el jueves, y me fui a entregarla. Cuando entré en la batería que pertenecía no estaba allí el cabo, sólo había un soldado del 46. Le dije: "¿No está el primera?" Me dijo: "No, ha salido". Le dije: "Es que vengo a entregar la ropa". Me dijo: "Échala ahí, en ese manto". La puse con cuidado, para que no se desliara y viera la ropa que era. Salí más ancho que largo. Después, cundo nos nombraron para darnos las cartillas militares, a mí no me nombraron.
Fui a ver al primera de mi batería, que era el mismo con quien había ido a ver al comandante ayudante, y le dije: "¿Qué pasa, que a mí no me han nombrado para irme?". Me dijo: "Ya sé lo que ha pasado, que cundo mandé los otros al destacamento no tenía que haber mandado la tuya, y la mandé". Le dije: "Entonces, ¿qué tengo que hacer? ¿Ir con el enlace a por ella?" Dijo: "No, ya haré yo una lista de embarque para ti y después te mandaré la cartilla al cuartel de la guardia civil de tu pueblo, porque si fueses tú al destacamento, te tendrían allí hasta que fuese tu relevo".
Así, el día 13-8-1947 a las nueve de la noche salimos los que íbamos licenciados de Sevilla para Córdoba, y no llegamos allí hasta que se había ido el tren de la sierra, que era el que nosotros teníamos que coger. Antes de llegar a Córdoba nos tuvieron parados a caso hecho hasta que se fue el tren que teníamos que haber cogido.
Como se puede ver, en aquellos tiempos hacían lo que querían, y silencio y chitón, ya que sino eras de los malos y te ponían donde no alborotaras. Menos mal que hemos podido llegar a tiempos en que se puede hablar; aunque no nos hagan mucho caso, pero que duren.
Cuando llegamos a Córdoba nos tuvimos que estar allí hasta la tarde que salía otro ten para Pueblonuevo. como Daniel tenía una hermana sirviendo en Córdoba, fuimos a ella a darle el pego. Nos dio 5 pesetas y nos dijo: "Comprad sardinas y las traéis para que sus las fría. Os daré un poco de pan y os las coméis por ahí, porque aquí no quieren mis señores visitas". Nos compramos las sardinas y con lo que nos sobró compramos una sandía y nos fuimos a comer a un parque.
Le dimos las gracias a su hermana Carmen y nos dimos un paseo por las calles cordobesas hasta que nos fuimos a la estación a esperar el tren que nos llevó a Pueblonuevo. Allí tenía Daniel otra hermana sirviendo. Esa era la Concepción. Como llegamos de noche, fuimos a la casa en que estaba sirviendo para que nos aliviara nuestras alegrías.
Enviado por: DORALAEXPLORADORA | Ultima modificacion:21-02-2013 02:44
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Foro-Ciudad.com - Ultima actualizacion:15/01/2020
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