Constantina - Sevilla

San Sebastián, acompañado de gente tan buena como las bizcotelas de la Centenaria, llamó a la puerta de las musas y hados que hipotecaron mi vida a la lírica y a la música popular y costumbrista de mi cuna-tierra. El aldabón martilleaba la madera de mis querencias sevillanas con sones acompasados de manos amigas. La histórica Oal’at Yâbir de los almohades de Isbiliya, imperio de agua clara y de molinos, se abría ante mis ojos para enamorar, aún más, mi corazón de Romeo de Giralda, Tenorio de juderías de alcázares y corraleras, y, qué duda cabe, Quijote de la mágica universalidad de Sevilla.

Esa Sevilla mía, Julieta de mis amores, a la que Estrabón encomiaba por su grandeza y Plinio nombró Colonia Romulense. Esa Sevilla mía, Doña Inés de mis anhelos e ilusiones, a la que Ptolomeo denominó metrópoli y Ausonio la anteponía a todas las urbes hispánicas. Esa Sevilla mía, Dulcinea de mis sueños y locuras, a la que Cesar dio el título de Julia Romulea y a la que cantó Claudiano como una Roma pequeña que parió Césares para el Imperio.

La gran Ixbilia, dominada y enriquecida por el Islam, Roma triunfante en animo y nobleza, ciudad que a Tebas, en grandeza iguala. Una ciudad, coronada por el Aljarafe, que acecha largos ritmos y los enrosca como laberintos, a la que “El Santo” y “El Sabio” hicieron Reina con el Guadalquivir por collar.

“No se puede ser rey sin ser rey de Sevilla”, que dijera el rey Axafat cuando partía hacia el exilio… ¿Puede haber patria para el hombre, después de haber perdido Sevilla?

“No se puede ser poeta sin que la fantasía sea hechizada por el duende de Sevilla”, que yo me digo… Ese duende que me arrastra e imana hasta el mismísimo alma del longevo cronicón de la gran urbe. Y con ella, Sevilla, sus arrabales y huertas, sus viñas y barrezuelos, sus alquerías y sus quintas de recreo, sus vegas y sus alcores, los que, perforados a la sombra de un milenario castillo, nos traen el agua del río de la furia. Río de la ira, del abasto, de los molinos. Wadi Gadir, a orillas de la vieja Calzada de acueducto y de caños, moisés de mi existencia que hierve mis querencias de hábitat para que yo me sienta molinero de versos y tahonero de coplas de la fascinante y seductora Villa del Castillo del Río Aira, Al Kalat Vad Aira, la griega Hienipa en la que una “Salve a la Divina Enfermera” me hizo tener amigos de por vida, gracias a los cuales, el Dulce Nombre de María siempre me acompaña y me guarda en mi nómada juglaría de trotamundos por los caminos de Dios.
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