Fuente el Saz de Jarama - Madrid

No sería una exageración afirmar que el sistema de partidos está en peligro. Las encuestas más serias son tozudas al afirmar que los ciudadanos entienden que la política y los políticos se están constituyendo en un problema en vez de ser un instrumento de solución. Y los partidos no se dan por enterados del riesgo que corren con esa distancia entre ellos y quienes son su razón de ser. Hay ejemplos e Italia no está tan lejos.
Al final, después de conocer el deseo de los ciudadanos de que los partidos estableciesen un acuerdo de cooperación, ante la gravedad de la crisis económica, el resultado ha sido un fiasco: una escenificación solemne de negociaciones para que al final sólo se pudieran alcanzar a regañadientes unos cuantos conciertos puntuales. Ni siquiera la intervención del Rey, recogiendo ese sentir general, ha podido con la confrontación instalada entre el partido de la oposición y el Gobierno.

Es cierto que existen responsabilidades precisas y diferenciadas. El Partido Popular sigue sin interiorizar su derrota en las elecciones del año 2004 que tuvo su continuidad en la del año 2008. Desde entonces, su tecnología no ha sido la de ampliar su espectro de votantes hacia el centro sociológico sino la de tratar por todos los medios de desacreditar y destruir la imagen del Gobierno. Citar ejemplos sólo conseguiría aburrir a los lectores. Ocurrió con la negociación con ETA. Con un cinismo insoportable, cabalgaron sobre la idea de que lo que había hecho José María Aznar –intentar legítimamente un diálogo con la banda terrorista para poner fin a la violencia- era sustantivamente distinto del esfuerzo de Zapatero. Fueron los años de la ocupación de la calle a medias con los obispos, de la utilización del dolor de las víctimas del terrorismo y a las denuncias constantes y falsas sobre acuerdos con ETA que nunca se produjeron.

Ante la crisis económica, el comportamiento no ha sido distinto. Sin quitar un ápice de las responsabilidades que le corresponden al presidente del Gobierno, en ninguna condición hubiera conseguido el apoyo del PP, porque su apuesta es la desestabilización económica como vía de acceso a La Moncloa.

En medio de esta institucionalización de la confrontación como única forma de vehicular la política, nadie tiende la mano a nadie; reconocer un acierto del adversario se entiende como una debilidad. Pedirle al Gobierno un esfuerzo, un plus para tratar de racionalizar la política sería un esfuerzo baldío porque en la esencia de la estrategia del PP está el desencuentro y la bronca.

Pero ha ocurrido algo que no se esperaba; o al menos no en las dimensiones que se ha producido. La eclosión de la inmensa bolsa de corrupción alrededor y dentro del PP. Algo que afectará sin duda al prestigio del PP, a sus posibilidades electorales, pero también a un descrédito general de la política porque el ambiente enrarecido termina por contaminar a todos.

El PP ha tomado el peor camino; la negación de la evidencia, la reiteración de mentiras para que parezcan verdad y el regreso a las teorías de la conspiración, según las cuales el ministro de Interior (que se da la paradoja de que es el mejor valorado por los ciudadanos) Alfredo Pérez Rubalcaba estaría fabricando pruebas falsas para destruir el PP