Puente Castro - Leon

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Lo de la tarde-noche del martes en Castilla y León fue un esperpento para la historia del sector financiero español.



El día D para la fusión de Caja Duero, Caja España y Caja Burgos terminó en un sainete de mucho cuidado que demuestra que lo de nuestras cajas de ahorros es punto y a parte. La jornada en la que debía darse luz verde a una operación de integración de entidades financieras finalizó entre las risas nada disimuladas de algunos, una protesta de trabajadores de Caja Duero en las puertas de la sede salmantina de la entidad con ex ejecutivos incluidos y suponemos que las ganas de salir corriendo y desaparecer de los pocos protagonistas serios de lo que iba a ser un matrimonio a tres que se ha quedado en un mano a mano de final todavía incierto.

No se pierdan la página 47 de la edición ayer de ABC en Castilla y León. El presidente de Caja Burgos, José María Arribas, comparece para comunicar que la entidad se baja del caballo, que no sigue en el proceso de fusión. Lo hace rodeado de los dos vicepresidentes, que esbozan una sonrisa relajada, de acompañamiento de su nada disimulada carcajada -será por aquello de respetar la jerarquía- a la vista de cientos de cámaras fotográficas. Una pose cuando menos sorprendente en quien -tenga las razones que tenga,por razonables que sean- acaba de poner punto y final a una negociación de más de seis meses, que obliga a empezar de cero a las dos entidades que siguen en el barco y que deja también en mal lugar al Banco de España, que había auspiciado una operación que, ya en versión reducida y en el mejor de los casos, estará totalmente cerrada en junio del año que viene.

La imagen no es del todo adeucada ni tiene nada que ver con lo que se estila habitualmente en el sector financiero, tan pulcro y sobrio de puertas afuera. Pero en la tarde del martes quedaban otras cosas por ver, más fellinianas todavía. Cuenta el diario Tribuna de Salamanca que al grito de -entre otros- "¡No a la fusión y menos en León!" dos centenares de personas se concentraron en la puerta principal de la sede de Caja Duero en Salamanca para esperar la llegada de los consejeros de la entidad -uno de ellos, por cierto, saludó al personal irónicamente caldeando aún más los ánimos- y no para darles precisamente todo su cariño. Entre el público estaban -según el diario- el ex director general de la caja Alfonso Mielgo o el actual subdirector de obra social. ¿Se imaginan a un tal Goirigolzarri protestando en la sede de BBVA por una hipotética futura integración de BBVA con otro banco? No, seguro que no.

Esto es lo que hay en el proceso de fusión de las cajas de Castilla y León, una comunidad de fuerte raíz histórica, la de mayor extensión del país y, por lo visto, escenario de una rivalidad interprovincial que ríanse ustedes de algunas otras de las que se recogen todos los días en los medios de comunicación. Imagínense cómo se pueden repartir las sedes de las distintas áreas de una caja cuando cuatro ciudades como Salamanca, Valladolid, León y Burgos optaban a todo. O cómo se podía discutir del ajuste de plantilla necesario para la nueva entidad en un ambiente de guerra abierta. Resulta sorprendente que el presidente Arribas se descolgara el martes diciendo que las "divergencias" no respondían sólo a puntos vinculados con la ubicación de la sede, "ni siquiera por la presidencia". Pero, ¿estaban de acuerdo en algo?

Más paradójico todavía resulta que no haya desacuerdo alguno entre las partes cuando de los grandes números de la operación se trata. Es decir, de la necesidad de una fusión para sobrevivir en un escenario dificilísimo a corto y medio plazo para el conjunto de nuestras entidades financieras. Eso lo saben en Salamanca, en León y en Burgos. Pero los responsables de las cajas ni han sabido transmitirlo a la sociedad ni han conseguido poner en orden el gallinero político-social-sindicalista que está protagonizando un espectáculo poco edificante. Duero y España seguirán adelante con la fusión en un clima casi bélico. Visto lo visto, sólo queda desear que todas las partes dejen trabajar a los profesionales, con las menores interferencias posibles. Una utopía, seguramente.


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Enrique Utrera