Mar de Plata La fría noche cayó lentamente, pero sin piedad, sobre las calles solitarias. Era la hora en la que el pueblo parecía deshabitado; puertas y ventanas cerradas como si llevaran cien años sin haberse abierto. Era el tiempo de la intimidad más absoluta. Hora para el frío y la luna. Tiempo para el viento gélido de un invierno duro… Una noche más, la calle se alumbraba con reflejos helados de plata. La farola de la esquina, apagada, fundida, parecía no querer ofender con su mortecina luz el reflejo puro de las aguas de aquel mar extraordinario entre olivos. Las fachadas de las casas, que de día se mostraban alegres y vivarachas; por la noche reflejaban la tenebrosidad de una vida solitaria, muerta. Otra noche fría y plata, a la misma hora, la silueta humana y solitaria se dibujaba calle arriba, dirigiéndose lenta, pausadamente, hacia el mirador. Con un movimiento autómata, sin apenas energía, se sentaba de cara al mar; a ese mar entre olivos, mágico, sereno, callado y susurrante. En silencio, con mirada ausente y carente de cualquier expresión de su rostro, sus ojos dejaban brotar lágrimas puras que corrían por sus mejillas. Noche tras noche, año tras año, la silueta de aquel personaje repetía los mismos pasos, recorría la misma calle, miraba el mismo mar… lloraba las mismas lágrimas. Luego, cuando el horizonte se intentaba revelar contra la noche oscura, la silueta, calle abajo, desaparecía lenta y pausadamente, como si los pies no pudieran despegarse un palmo de los adoquines de granito de aquella callejuela. Un gato, blanco y negro, único testigo de aquellas noches y aquellas lágrimas. Un saludo, por mi cuenta. (continuará) |