Las noches Ibiza en verano es un hervidero de gente que se gasta 1000 euros en cuatro días, de gente que se gasta 100000 en uno, de otros que intentan trabajar en los hoteles, de camellos, y de 40 clases más. Yo era de los terceros. Cuando encuentras trabajo te dan una cama, pero hasta que lo haces tienes que buscarte la vida. Yo tenía un colega del cuarto grupo, vivía en una tienda de campaña, en el corazón del bosquecillo de Cala Nova. Dejé mis maletas en el coche de una amiga y me instalé. En la sierra, en un camping o un festival es normal, pero que tu hogar sea una tienda de campaña no lo es del todo. Tenía su punto. Nuestro jardín era de pinos y piedras. Sería como un campo de fútbol, y el camino desde la playa era difícil, sobretodo por los cepos de nuestro único vecino, Juan, que disuadían a los curiosos, a los meones, y creo que a nadie más, y engañaban a los pajarillos que con saña desplumaba y freía. Juan tenía cincuenta y tres años, llevaba siete en el bosque, había sido mucho tiempo cocinero, pero lo dejó, igual que todo lo demás. Era un borracho, uno de los de verdad. Nuestra terraza era una playa preciosa, nuestro sitio una pequeña cueva a pie de arena, y nuestros días ver y hablar con mujeres de todo el mundo, fumar tabaco de liar, ajedrez, litronas, y esperar al Nacho, que cada día, puntual a las cuatro, llegaba con bolsas del supermercado llenas de macarrones a la carbonara o quizá veinticinco hamburguesas. El dinero escaseaba, la comida siempre estaba fría, pero era abundante. Nacho era jefe de cocina de un hotel, y nuestro padre. La comida en realidad no era un problema, con lo de Nacho comíamos y cenábamos, para las otras horas el jamón y el queso más caros del Caprabo cumplieron más que se sobra. Lo cierto es que me convertí en un eficaz ladrón de comida. La playa era enorme, la arena blanca y fina, Carlos conocía a todas las socorristas, y yo no tenía ninguna prisa por encontrar trabajo. Una vez volvía solo a la tienda. Para llegar había que pasar por la de Juan. Siempre saludaba, nos cruzábamos un par de palabras y nos despedíamos. Aquel día estaba llorando. Lloraba como un niño. Salió afuera, encendió la radio. Tomé asiento con él. Abrió un cartón de vino, llenó dos vasos bastante sucios, hablamos. No sé si sabía que era yo el que estaba a su lado. Escuché y escuché, me costaba mucho seguir el hilo de lo que decía, pero no se me notaba. Unos cuantos vasos después nos despedimos. Así eran los días de Ibiza. Las noches eran otra historia. |