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Santisteban del Puerto - Jaen

Poblacion:
España > Jaen > Santisteban del Puerto
14-04-10 20:49 #5092680
Por:eljabaliverde

La virgen compadre viejo el dj
Ni un alma y la metólica nace de la sinestesia.
Esa falacia tan absurda lucía pintada con trazos nerviosos en la pared de su casa. Siempre en su casa. Tenía ganas de que recalificaran ya de una vez el terreno vecino para que la suya dejara de ser la última casa de la calle. Y del pueblo. Había sido una jornada bastante dura de trabajo en la biblioteca, dos devoluciones ningún préstamo, y se sentía verdaderamente cansado. Se bajó del coche y ya le estaba ladrando el perro de su vecino, siempre tan simpáticos los dos. Su mujer trataba de adelgazar en el salón con un Ab-Shaper. Él lo hacía antes de comer, sólo los fines de semana. Los niños se divertían en el correccional. Él fue a la cocina, abrió un Sunny-Delight tamaño pequeño y se lo bebió de un trago. Encendió la radio y un cigarrillo mentolado. Ecos del Rocío se afanaban en Radio Surco cantándole a una vaca y un toro que se querían mucho. Se fijó en la letra; la vaca y el toro estaban hechos la una para el otro y viceversa, pero los dos iban a morir, una en el matadero y el otro en la plaza. Todo era muy triste, pero al final el toro fue tan bien toreado que le dieron el indulto y la vaca era tan buena teniendo hijos que la dejaron para criar, y así pudieron hacerse viejos y vivir infinitos ocasos en una bella dehesa con la única misión de comer y tener hijos. Se le estaba saltando una lágrima por lo tierno de la letra cuando apareció su mujer a su lado. No recuerdo qué le dijo, pero él se levantó y se fue al diminuto servicio del hueco de las escaleras de la planta baja. Echó el cerrojo, alzó la tapa del váter, se sentó, hizo de vientre y tiró de la cadena. Al momento empezó a girar sobre sí mismo, al igual que todo. De la nada, el servicio era el ojo del huracán más violento de la Mancha Roja de Júpiter. Duró unos segundos, y al acabar se encontraba en un baño de veinte metros cuadrados decorado con pinturas de Dalí, justo enfrente del jacuzzi de tres por tres con forma de manzana y aguas azules a treinta grados variables. Se miró en el espejo; qué bien le sentaban el pelo y los veinte años. Bajó las escaleras. El congelador, repleto de helados de chocolate de La Lechera lo saludó con pleitesía. No habría que esperar mucho para poder hincarle la cuchara. Miró por la ventana mientras lo hacía. Unos chiquillos jugaban en la puerta a las canicas, un par de viejos conversaban tranquilamente en los bancos de enfrente, otro par de ellos jugaban una partida de dominó, una pareja se daba su primer beso debajo del árbol más frondoso del parque, y un pájaro en la última copa de un pino se lanzaba por primera vez al vacío. Otras muchas cosas más sucedían en el mismo instante, todas muy bucólicas y muy bonitas. Oyó cómo giraba la cerradura de la calle, y vio cómo penetraba en la entrada el brazo más hermoso de todos los brazos, unido al cuerpo más hermoso de todos los cuerpos. Le dijo que tenía prisa, que tenía que recoger una carpeta que había olvidado, se comieron la boca durante un par de minutos largos, y se despidió prometiendo que lo vería en El Bar en un rato, a la par que se hacía un moño rubio cegador como los rayos del sol con un boli Bic color negro. Ni una pulsera, ni un collar, ni un ápice de maquillaje en la cara, sólo unas simples sandalias verdes y un sencillo vestido blanco por encima de las rodillas la encumbraba mientras se alejaba con su andar sinuoso e inocente que bendecía cada adoquín sobre el que se deslizaba. La casa volvía a estar sola. Encendió la radio, y nadando en el placer de que Django Reindhart hiciera hablar con su mano inútil una sucia guitarra ojeó la portada del Marca y la correspondencia: el Madrid había vuelto a perder, sus hijas volvían a sacar otra matrícula en la facultad, el banco le comunicaba con gratitud que había vuelto a ganar mucho dinero con sus últimas fuertes, pero acertadas y casi geniales inversiones, y que a sus padres les iba de maravilla en su segundo viaje a Laos. Todo iba perfecto, así que dejó la radio encendida y salió afuera. A izquierda y derecha de su casa la calle era una auténtica obra de arte. En un corto paseo llegó Al Bar, saludando por el camino a todos los perros de los amables vecinos y vecinas al pasar por su lado. El Camarero esperaba tirando una caña. Como siempre. También los amigos. Risas, risas y más risas. Al rato llegó su novia, con su conversación ingeniosa, dinámica, increíblemente sugerente y deliciosamente graciosa. Era una cosa muy normal, pero en El Bar todo el mundo siempre estaba riendo. No había grupos definidos, todos eran capaces de divertirse con todos. El Camarero, que también reía siempre, tras el décimo barril propuso que fueran todos a comerse unas setas al Salto del Fraile. La clientela en masa estuvo de acuerdo con que era una idea estupenda, así que los 4x4 eléctricos no tardaron mucho tiempo en llegar, mientras el cura de cada coche repartía el cuerpo de cristo a los cuatro restantes. Al aparcar ya todos estaban descojonándose. Y así siguieron unas seis horas más, hasta que el viaje se acabó y todos volvieron a sus casas, con los paluegos de los champiñones mágicos entre los dientes. Su novia se había dormido en su hombro. La miró. Estaba enamorado hasta las trancas. En casa seguía sonando la FM, y en la nevera esperaba un Renè Barbier semidulce fresquito fresquito, la noche era un bebé, y la eternidad esperaba en el salón, seleccionando las copas que tocaban aquella noche. El polvo no fue chico, y los restos por la sala no pocos. Había sangre por debajo de sus omóplatos, desvarío en los ojos de ella, y una sobredosis de endorfinas en ambos cerebros. Al acabar rieron y rieron, siempre había algo que hacía reír. El Sol les sugirió que durmieran, pero antes ella le hizo prometer que al día siguiente irían al cineforum de la Casa de la Cultura para ver el lanzamiento de la última película de un tal Billy Wilder, DIAS SIN HUELLA. Le aseguró que le encantaría.
En mitad de la noche un retortijón de los grandes le hizo visitar el baño. Sentía un gran placer cada vez que tenía que cagar en un sitio así. El truño era líquido, y al pulsar el botón todo volvió a dar vueltas y vueltas, y el huracán lo devolvió de nuevo a su pequeño váter de debajo de las escaleras de la planta baja de la última casa del pueblo, y a su calva. Se miró en el espejo, se lavó los dientes amarillos y volvió a la cocina. Los últimos coletazos de la canción de la vaca y el toro aún vibraban en el aire impregnado de moléculas de aceite de girasol y de resentimiento. Su mujer seguía sentada en la mesa, en silencio. En aquel pueblo mucha gente se suicidaba. Unos se pegaban un tiro, otros se ahorcaban, otros se inventaban otras mil historias, pero él sobrevivía. Abrió un Sunny Delight. El torbellino del váter era su secreto.






“Yo te lo digo cantando
te lo digo bailando
Te lo digo cantando
Las penas que estoy llevando yo…”
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