Bespén - Huesca

Ahora tenemos relojes por todas partes, pero antiguamente, ni había, ni eran necesarios. Al menos, en los pueblos, donde las gentes se valían del sol y de su intuición para saber la hora.
La sombras que proyectaban (dependiendo del mes) los edificios, los árboles, y las mismas personas, eran tan fiables para ellos, como los relojes actuales para nosotros.
Trabajaban de sol a sol, y esas sombras, junto con la roña del estómago, les decían la hora sin apenas margen de error. Amen que “pasaban” de los minutos, ya que ni tenían que “fichar” para empezar ni terminar la jornada laboral, ni tenían “convenio”, ni tenían que coger el AVE …
Al alba, una porción de chocolate, unas gotas de anís, y un trago de agua del botijo. Cuando el sol estaba alto (sobre las diez), el almuerzo que llevaban en la alforja y que consistía en pan, “chulla” (tocino blanco), y alguna tortilla. A mediodía, la comida caliente que les acercaban las mujeres en una “cesteta” junto con la merienda de media tarde. Y al volver a casa con la noche cerrada, la cena.
¿Para qué querían los relojes? Absolutamente para nada. Los primeros que se conocieron en Bespén y en todo el Alto Aragón a finales de siglo diecinueve, fueron los de “pared” -como se llamaban entonces-, traídos de Francia por algunos montañeses, que, cuando llegaba el otoño, y una vez llevado el ganado a la Tierra Baja, tenían por delante unos meses de poca actividad –era muy probable que el hielo y la nieve apenas los dejara salir de casa en todo el invierno-, y algunos pasaban El Pirineo para trabajar en las obras y granjas del sur del país vecino.
En aquél tiempo, la economía francesa era muy superior a la española y muchos repetían invierno tras invierno. Luego, cuando volvían en la primavera con un buen dinero con el que apuntalaban las débiles economías familiares, algunos, además, portaban un saco en el que llevaban la maquinaria de un reloj comprada en alguna ciudad del sur de Francia donde las fabricaban. Especialmente, en Tarbes y Olorón.
Aunque esos relojes eran caros y poco prácticos -la dificultad de tener que darles cuerda con mucha frecuencia, hacía que casi siempre estuvieran parados-, eran muy apreciados en las casas acomodadas porque decoraban las salas y eran de buen gusto. Por supuesto, y como cualquier otro adorno, los había más o menos elegantes y valiosos.
Algunas veces se los encargaba algún amo pudiente, pero otras, se arriesgaban a traerlos con la seguridad de venderlos aun sin habérselos pedido nadie.
Después, un ebanista les hacía la caja (algunas con incrustaciones de hueso o nácar) con puerta y llave, y los relojeros ambulantes los adaptaban y montaban, dejándolos funcionando apoyados en una pared del comedor. De estos relojeros, los había expertos…, pero también torpes, que después de montarlos les sobraban piezas...
A cambio de adornar y dar buen tono, los relojes de pared les daban un trabajo añadido a las dueñas: limpiarles el polvo y subir las pesas cuando llegaban al suelo, que era cada dos o tres días.
Al principio, las celosas señoras no permitían que lo tocara nadie, pero cuando se cansaban de tirar una y otra vez de la dichosa cuerda o cadena, o dejaban que se parara -resignándose a ver reposar las pesas en el suelo-, o se lo encomendaban a la muchacha, para lo que habían de darle la llave que tan celosamente venían guardando…
-Señora, ¿quiere que le eche un vistazo al reloj por si no “va” bien? Preguntaba algún relojero ambulante llegado al pueblo, bien porque lo habían llamado de alguna otra casa, bien porque estaba haciendo su visita rutinaria.
-Suba y engráselo, que no necesita nada más, le contestaba la dueña escarmentada de que en alguna otra ocasión le cobraron mucho y se lo hicieron mal. Y déjelo en la hora vieja, que “es a del sol, y así me excuso de sacar cuentas”.
-¿Ha observado si se adelanta o se retrasa?
-No, porque nunca miro la hora.
José Miguel Palacio.