Nuestros juegos: La guillarda Entre los juegos de la calle, tenía especial relevancia éste, que hoy sería imposuble dse practicar: LA GUILLARDA En tiempos ya algo alejados a los actuales, cuando nuestras calles no estaban casi copadas por coches aparcados; cuando el tráfico era infinitamente menor (tan sólo el protagonizado por algún que otro carro o por los primeros vehículos de motor), grupos de niños se reunían para jugar a “la guillarda”. Para llevar a cabo este juego, eran necesarios dibujar un círculo o “corillo” en el suelo, hacerse de un buen palo y moldear, con un trozo de madera, una buena “guillarda”. Ésta habría de quedar en forma de cilindro, pero puntiagudo en sus extremos. Una vez en posesión de los elementos se echaba suerte para ver quien era al que le tocaba comenzar a jugar. Y así, el primer jugador cogía el palo y la guillarda. Previamente se habrían colocado en el centro del círculo dos piedras separadas unos centímetros. El jugador colocaba la guillarda encima de las dos piedras, metía el palo, con sumo cuidado para que no se cayese la guillarda, por debajo, entre las dos piedras, y la lanzaba al aire, para, inmediatamente, antes de que cayese al suelo, golpearla con fuerzas y lanzarla lo más lejos del círculo (cuanto más alejada cayese, mucho mejor). Una vez fuera del corillo, todos los participantes corrían hasta el lugar donde hubiese caído. El que estaba jugando, se acercaba a la guillarda, y aplicando una vez más, como en otros juegos, la habilidad y el tacto, la golpeaba en una de sus dos puntas. El trozo de madera se levantaba girando sobre sí misma, momento que aprovechaba el jugador para golpearla en el aire y lanzarla aún más lejos, lo más posible, del corillo. Esta operación la repetiría tres veces seguida. Concluida la tanda de alzadas y de golpes, el jugador se aventuraba en adivinar, o aproximar, el número de “palos” que habría desde la guillarda hasta el centro del círculo (donde estaban colocadas las piedras, es decir, el punto de partida). Si el jugador siguiente estaba de acuerdo, se volvía a empezar otra vez, siguiendo el juego en manos del mismo jugador. Pero si por el contrario, no estaba de acuerdo con el número de palos, se medía, pacientemente, la distancia (colocando palo tras palo) para comprobarlo. Si había más de lo aventurado, perdía y pasaba a jugar el siguiente participante. A principio del juego, todos los participantes acordaban a “cuántos palos” se jugaba, ganando aquel que llegaba a totalizarlos antes. En cada tirada se iban sumando o “ajuntando” los palos obtenidos. Perdía turno aquel que no conseguía echar la guillarda fuera del círculo, el que no conseguía levantarla o se le caía al levantarla, el que no acertaba a hacerla saltar al darle en las puntas, o, como se ha dicho, el que se equivocaba (de más) en la medida de los palos conseguidos. Por sus características, este juego era sumamente peligroso, tanto para los propios jugadores, como para los que transitasen en aquellos momentos por la calle. Por eso, hoy, sería casi imposible realizarlo, a no ser en un lugar apropiado par ello. Cualquier época del año era buena, aunque eran preferibles las tardes de primavera o principios del verano.
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