Dehesas de Guadix - Granada

¡Y AL MISMO TIEMPO, MALACATONES!

PACO VARGAS

PREGÓN PARA LAS FIESTAS DE DEHESAS DE GUADIX . AGOSTO DE 2004


ENTRADILLA

Cuentan que cierto día unos amigos, entre los que creo que se encontraba Segura, fueron a vender a Pedro Martínez los productos recogidos durante el verano en los huertos. En el mercado cada uno pregonaba lo suyo: pimientos, tomates, cebollas… Y nuestros amigos, aprovechando el jaleo y dado que sentían cierto pudor para ponerse a pregonar a voz en cuello sus melocotones, sin duda por la falta de costumbre, una vez que el profesional acababa de pregonar, ellos añadían: “¡Y al mismo tiempo, malacatones!” En honor a ellos, este pregón que ya comienzo se titula así, “¡Y al mismo tiempo, malacatones!”, pero también porque yo, como ellos, aprovechando vuestra amable invitación para dar el Pregón de las Fiestas en Honor de San Bernardino de Siena, os presento mi último libro de poemas, “El placer del fracaso”, para que como les ocurrió a los de los “malacatones”, alguien se interese en conocerlo y lo compre para leerlo.

CAPÍTULO I

Nadie puede soñar más alto ni recibir más grande honor como el de cantarle a su tierra con la palabra emocionada, pues el corazón manda más que la cabeza, que no atiende a razones sino a sentimientos, guardados unos o a flor de piel otros, que nos arrastran hacia el abismo de la pasión desbordada, irracional, hermosa e imperecedera. Cuando algo se quiere, o se recuerda con pasión o se olvida. Y yo no olvido -¡Cómo olvidar mi tierra, mi pueblo, y el tiempo que compartí con mis “cambucos” del alma-¡


Precisamente, recordando escribí este poema:

RECUERDOS
Recuerdo mi pueblo,
miseria y tristeza,
amor y esperanza,
ese clavo ardiendo
donde poder quedarse
cuando sólo eres solo.
Recuerdo su tierra,
cruel y egoísta,
sin alma y sin vida,
yerma e inútil,
tierra sin sustancia.
Recuerdo mi infancia
llena de cariño,
mis padres y amigos.
Recuerdo sus ojos,
aquellas miradas que siguen mirando
mi ingenua mirada.
Recuerdo mi infancia
y no recuerdo nada.


Pero no soy yo quien no quiere recordar: es el corazón de un niño alejado de su tiempo el que no quiere recordar, mientras en su memoria se guardan pasajes de su intrahistoria, de esa pequeña historia que es nuestra vida.

Mi primer recuerdo, la escuela. Y mi primer maestro, Don Mario. Al que los niños, sólo los niños, porque cuando entonces era preceptivo aquello de “los niños con los niños y las niñas con las niñas” por mandato expreso de la autoridad educativa, que autoridad sí que tenía aunque no sé si educaba tanto como le temíamos, llamábamos “Don Armario”, quizá porque lo de Mario nos sonaba a extranjero, porque era una palabra ajena a nuestro vocabulario coloquial. Y por eso decidimos llamarle Armario, palabra más cotidiana en nuestro hablar diario.

Aquella escuela estaba en una casa vieja, de yeso y piedra, que pertenecía a Don Francisco “El Sacristán”, a la sazón secretario del Ayuntamiento. En su parte baja, en una habitación lúgubre y fría, que a mí me parecía grande y luminosa, estaban los pupitres donde nos sentábamos por parejas, con sus viejos tinteros de porcelana o cristal que más que para escribir los utilizábamos para ponernos empercudidos y gastar alguna que otra putada a los compañeros que no pertenecían a nuestra banda.

Esa casa tenía un corral. Y a él, años después, cayó mi primo Juanito mientras jugaba envuelto en una caja de cartón. No le ocurrió nada, pero el médico le mandó un tratamiento que consistía básicamente en guardar reposo absoluto y en tomar alimentos de primera calidad, que su padre -mi tío Paco Lozano- le traía de Guadix en abundancia y con frecuencia. Y cada vez que íbamos los amigos a visitarlo para hacerle compañía, compartíamos parte de esos alimentos con el enfermo. Lo cierto es que seguramente más de uno probamos por primera vez aquellas exquisitas viandas gracias a la desgracia de Juan, que tan bien le tuvo que sentar el tratamiento que empezó a crecer y se nos hizo tan grande que hoy está casado y es padre de un hijo.

Con los años vendrían otros maestros en otras escuelas, todas ya desaparecidas como tales pero presentes aún en el rincón de los recuerdos más queridos. Y entre las paredes de sus aulas nos dejaron sus enseñanzas profesores como Don Pedro Martínez Montiel, que era de Lorca y que vio antes que nadie la luz de nuestras infantiles mentes, lúcidas entre tanta oscuridad intelectual, propiciada sin duda por aquel régimen que veía en cada maestro un enemigo potencial; o como Don Manuel Arribas “El Cordobés”, que era de Villaviciosa (Córdoba), hombre adelantado a su tiempo que me enseñó a luchar sin desmayo por lo que de verdad merecía la pena: él murió en su pueblo siendo Alcalde socialista donde todavía es recordado con cariño y admiración; o Don Manuel Tortosa, que, junto a Don Joaquín “El Médico”, me enseñó a querer el deporte: con ellos, y con tantos otros amigos como Juan “Chichano”, Antonio “El Comino”, mis primos Manolo, Vidal y Pepe, Juan el de Elías (mi “sobrino”) y su primo Miguel, Antonio el de la Rosa, Don Benigno, un maestro de Pinos Puente que había sido profesional del fútbol, Paco, el secretario, mi primo Rafael, y algunos más que nos visitaban, formé parte del mejor equipo de fútbol de la Historia de La Desa, que todavía recuerda aquel glorioso partido en el campo de fútbol de La Era, en el que nos vengamos de Alamedilla, una tarde de agosto de 1970. Cómo sería la cosa, que los “masajistas”, Emilio y Paco el de Pulpí –que nos estarán mirando desde el altito cielo-, tras cada gol nos daban vino en vez de agua mientras sonaban los compases de un pasodoble floreado y luminoso que salía de los instrumentos de la Banda de Música de Huelma. Aquello fue la apoteosis.