La Rambla - Cordoba

La crisis no ha hecho más que acelerar el proceso. La progresiva desaparición de la clase media, o de lo que hasta ahora entendíamos como clase media, es un hecho que empieza a resultar evidente incluso para los más escépticos. Es difícil precisar cuándo se inició el proceso, pero no se ha detenido ni en las etapas recientes de mayor euforia económica ni tampoco en estos años de crisis, al contrario, ésta lo está agudizando de forma irreversible. No es un fenómeno doméstico ni geográficamente limitado, sino que afecta, aunque con intensidades variables, a todo el occidente desarrollado. Y va a tener consecuencias trascendentales de todo orden, social, político, económico, cultural, e incluso va a cambiar, de hecho está cambiando ya, nuestro tradicional esquema de valores.

La clase media, bastión dominante de las democracias occidentales y del capitalismo liberal desde mediados del siglo XX, contempla hoy inerme, igual que los dinosaurios en el cretáceo, cómo se ve amenazado su ecosistema por la convergencia de diversos factores que están resultando letales para su supervivencia. La globalización, el triunfo de la economía financiera (los mercados) sobre la productiva y la desideologización y tecnificación de la política, tienden a polarizar la sociedad creando una nueva casta de profesionales y funcionarios altamente remunerados, mientras que el grueso de la clase media se proletariza, abriéndose una brecha cada vez más amplia entre uno y otro segmento. A su vez, la frontera entre esta ‘clase media proletarizada’ y la pobreza (los excluidos) tiende a diluirse. Y un dato más, según un informe publicado en The New York Times, hace sesenta años un ejecutivo medio cobraba 60 veces más que un asalariado, hoy cobra 100 veces más. Y si se trata de un alto directivo de una gran empresa, su salario puede multiplicar por 700 al de sus trabajadores.

Lo que hasta hoy calificábamos como clase media (comerciantes y empresarios pequeños y medianos, profesionales liberales, funcionarios, y trabajadores con empleos fijos y razonablemente remunerados) sigue siendo dominante en la generación de los babyboomers (los nacidos en los años cincuenta y sesenta). Pero la generación posterior, calificada ya como babyloosers (niños perdedores), aun teniendo un nivel de formación mucho más alto, no está consiguiendo acceder a los niveles de renta, de bienestar y de seguridad del que (todavía) gozan sus mayores. Excepto un segmento minoritario, ligado en gran medida a lo que se ha dado en llamar la ‘nueva economía’, que se sitúa en muy poco tiempo y con un esfuerzo relativo en la cúspide de la pirámide sociolaboral. Los demás, la gran mayoría, son los mileuristas, condenados quizás de por vida a encadenar contratos temporales con períodos de paro y abocados sin remedio al consumo low cost y a la marca blanca.

Pero la crisis le está dando una nueva magnitud al proceso. A los treintañeros mileuristas se les están añadiendo, a marchas forzadas, los nuevos parados de edad más avanzada y los centenares de miles de autónomos y pequeños empresarios que han tenido que cerrar sus negocios o que han visto dramáticamente reducido su nivel de renta. Con la diferencia de que éstos no suelen gozar, como buena parte de los más jóvenes, de la ayuda de sus mayores, eso que se ha dado en llamar el colchón familiar.

Así, mientras en el continente asiático, en los próximos veinte años, accederán a la clase media unos 800 millones de personas (según un estudio reciente del Banco Asiático de Desarrollo) en Occidente la clase media tradicional se contrae y se debilita. Y emerge una nueva clase en la frontera entre el bienestar y la exclusión. Yo la denominaría la clase neutra, una masa creciente de jóvenes desideologizados que se independizan cada vez más tarde, que ingresan en el mercado laboral a edades más avanzadas, que son padres a partir de los treinta y que van a vivir ingresando lo justo para tener lo justo, endeudados hasta el fin de sus días. Una nueva clase social, numerosa y homogénea, de consumidores subprime, que comprarán en eBay, volarán en Ryanair, frecuentarán los woks y las tiendas chinas y llenarán sus neveras con marcas cada vez más blancas. Sin ideales a los que aferrarse, políticamente desactivados, adictos a las redes sociales y a la televisión basura, y básicamente, resignados.

Al otro lado de la brecha, la vieja casta de los nuevos ricos, superado el contratiempo de la crisis y despejado el horizonte, averiado y en desuso el ascensor social, seguirá entrelazando los mimbres del nuevo feudalismo global.