Espiel - Cordoba

El Papa dirá la misa del gallo a las 10 de la Nochebuena, de modo que las celebraciones por el nacimiento del Niño se anticiparán dos horas. No había sucedido nunca, susurran los más ancianos. El cambio ha obligado a las emisoras y a Mundovisión a cambiar las programaciones, y si algún distraído se acerca a la basílica de San Pedro en la medianoche de la víspera navideña, encontrará las puertas cerradas.
El Papa no está enfermo, sino que no quiere cansarse trasnochando en la víspera de un día, el de Navidad, repleto de compromisos públicos. «No hay ninguna emergencia, ni motivo de preocupación», dicen los portavoces de Benedicto XVI. Bastó para disparar las conjeturas.
La salud de los papas modernos fue siempre tabú. Estaban bien y un día, casi de repente, se morían. Juan XXIII se fue en cuatro días. Pablo VI, en una tarde. De Juan Pablo I nadie se enteró hasta que le hallaron cadáver en su cama. Era como si su estado físico fuese algo que no debía ser considerado. Los informadores acreditados no debían ni podían escribir sobre ello. Por no ir, los papas no iban ni a los hospitales, sino que les montaban clínicas de campo en sus apartamentos, en lo alto del Palacio Apostólico. A Pablo VI le construyeron incluso un jardín suspendido en el último piso para poder pasear y calmar su artrosis sin tener que bajar a los parques del Vaticano.
Con Juan Pablo II, las cosas cambiaron. Primero le dispararon en público y todos se enteraron. En los años siguientes, cada vez que sufría algún percance, fuese una apendicitis o un cáncer, él mismo anunciaba desde la ventana que tal día ingresaría en el hospital. No escondió ninguna imagen que reflejase su larga decadencia física, que, al final, sus colaboradores transformaron incluso en un icono del sufrimiento. Con Karol Wojtyla, los informadores pudieron finalmente escribir sobre las enfermedades papales.
Los grandes consorcios informativos mundiales siguen con atención, casi morbosa, la salud de Benedicto XVI. Cada gesto, aparición, retraso, anticipación, son escudriñados con lupa y cotejados más tarde con alguna fuente interna del Vaticano, que supuestamente puede añadir algún detalle. Lo de la misa del gallo les ha alarmado.
«La salud general es buena», repiten los portavoces. Y los informadores se preguntan por qué se ha añadido a la frase el adjetivo «general», que equivale a una puntualización. El Papa tiene 82 años. Cuando era cardenal sufrió uno o dos ligeros ictus, lo que significa problemas de circulación sanguínea, dato confirmado indirectamente con el nombramiento del cardiólogo Patricio Polisca como médico personal. Se somete a controles médicos con relativa frecuencia y toma medicamentos para la circulación.
Sus viajes suelen ser cortos, y los largos son a lugares con husos horarios parecidos. Tiene problemas de vista, con los que se explican sus caídas y traspiés. Sigue un régimen alimenticio tajante. Aunque atendido como pocos, es un anciano. Y que la Navidad caiga en 25 de diciembre y el Nacimiento en la medianoche no se corresponde con hechos históricos, sino que es una tradición.

que le den por el culo al papa y a to su jerarqui,una bomba en el vaticano no vendria nada mal,y que desapareciera el monton de comiscales que le estamos dando todo el mundo sus lujosos caprichos.