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Ampuero - Cantabria

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España > Cantabria > Ampuero
07-01-09 00:46 #1604095
Por:No Registrado
Heureuse Nöel
¡No quiero entrar en esa estación!

¡Ah! De vuestra sonrisa de desprende una forzada serenidad que no logra triunfar sobre el pavor que sentís al viaje, y que os hará volver de inmediato la cabeza, y salir corriendo, y confundiros con la rutina. Miedo al viaje de los demás, pues os recuerda que no podréis obviar ni esquivar el vuestro. El billete está en alguno de vuestros bolsillos, pero ni siquiera a hurtadillas intentáis palparos por miedo a hallarlo.

¡Dejadme! No quiero entrar en esa estación, ni quiero vuestra desprendida y depravada ayuda para que no intente luchar contra lo inevitable: subiré al tren, al maldito tren, y éste partirá inexorablemente, como le he visto partir anteriormente con mis amigos, con mi padre, con mi hijo... Pero esta vez la pálida viajera soy yo. Os grito inútilmente que no es mi turno, que no tengo billete. Quiero abofetear al maquinista, retorcer la oreja al jefe de estación, gritar cualquier impertinencia grave al guarda de seguridad, persiguiendo una severa condena entre sólidas rejas lejos de este camino de hierro, pero no consigo obtener a tales nimios fines la colaboración de mi cuerpo, que habéis conseguido ya introducir en un vagón plateado. Me consuela el razonar que no iré muy lejos, pues no he visto locomotora alguna. Estoy convencida que seguiré otro tiempo más correteando por el filo de la navaja, arte en el que la precocidad de mis penurias ha hecho de mi una confiada vulnerable; que volveré a bajar del tren; que me dejaréis de nuevo abandonar la estación y zambullirme de nuevo en náusea cotidiana. Y os exculpo, pues se me antoja que actuáis así acatando los jodidos renglones del protocolo de alguien que no puede ser sino el maldito demonio.

Imploro. Sólo son alrededor de treinta abriles, ¡por Dios!

Es claro que vuestra mirada adquiere ahora un indisimulado pánico. Algunos os despedís torpemente, y otros ni siquiera tenéis valor de hacerlo. Todos saltáis de súbito del vagón y abandonáis la estación con urgencia. Como ridículas ratas. Tras recorrer apresuradamente varias manzanas sin volver la cabeza, os consolaréis con enviar una rosa a la viajera o dedicarle cuatro frases, de las que tres seguramente desvelarán que nada justificaba ya la demora de su la partida.

Permanezco yacente en el centro del vagón. Quizás cuando llegue el revisor y vea que no tengo cara de llevar billete, haga que me apee inmediatamente. Pienso escupirle si es necesario para animarle a tomar esa decisión. No alcanzo a ver, por mucho que me esfuerzo, el anden por el que he accedido al vagón. Una inusual claridad me hace cerrar los ojos. Mientras parpadeo unas cuantas veces, siento que el vagón empieza a moverse. ¡No puede ser, no había locomotora! Y no veo ni revisor, ni maquinista, ni jefe de estación, ni persona alguna. ¿A qué maldita maldición responden los automatizados movimientos del convoy? ¿Qué cruel e insensible programador ha planificado este ritual?

Ahora, el vagón aumenta de velocidad progresivamente, y el ruido que las ruedas hacen al pasar de un trozo de rail a otro es cada vez más agudo y menos espaciado. La luz se hace cada vez más intensa. Su resplandor ni siquiera me permite mirar en el sentido al que me dirijo. Levanto sin embargo la cabeza y veo a través del cristal de la puerta trasera como se alejan raudamente las traviesas en que se sostienen los railes, y junto a éstas, quedan atrás y van desapareciendo amigos, familia, madre, los árboles, la maleza, las alcantarillas sabiamente ubicadas, los postes de la absurda catenaria, el dolor de muelas, el ataque de apendicitis que al final nunca tendré, el fuego ocasionado al lado de la vía por una canalla colilla, el tartamudeo que tanto daño me infligió en mis tiernos años, el desfiladero horadado por los brazos de los vencidos, el agua calmada en el pantano del pueblo de la arena, el sabor de la papilla de maicena, los corderos encadenados, el dujo infectado de sabios helicicultores experimentados docentes de babosos, los pollos de frágiles extremidades, las flores del mes de Mayo, la seta de Abril, las cárcavas del Ebro, la ciénaga de la Nava y los primeros llantos mientras el rosario de las cuatro de la tarde. Todo queda atrás y su recuerdo se ha desdibujado, si no resultaran ya poco fiables. Ahora dejo atrás recuerdos que no recuerdo, y pienso lúcidamente que son de otro, de otro que debería ir en mi lugar en el vagón, y sólo un error fatal me tenía allí lesa antes de tiempo. Y consigo entonces levantarme y mirarme tendida, y comprendo que, efectivamente, no soy yo la yacente, pues ni es negra ni jorobada como yo. Me recorre un sumo alivio, y me despido torpemente de la pagana que allí sigue tumbada, y salto de súbito del vagón y abandono la vía con urgencia. Tras recorrer apresuradamente varias prados sin volver la cabeza, levanto por fin mi mano y digo adiós a la finada, agradeciéndole que haya ocupado mi lugar.

La luz. Creo que ha sido al día siguiente cuando me he despertado sudorosa y mirando con pánico hacia la luz de la ventana, según me asegura mi marido. Me he palpado el cuerpo y con estúpido asombro he estado examinado la palma de mis manos y me he acariciado el rostro. Aliviada he comprobado que el viaje soñado no era el mío, a pesar de tener aficiones y obligaciones funambulistas. He atribuido a los alcoholes de la cena de Navidad (que los tengo muy prohibidos) los desvaríos soñados, y prometo que nunca más firtearé con tales combustiones. Pero, tal vez por la resaca, no he podido dejar de pensar en la compañera del convoy, que en un momento de la carrera ha tomado mi lugar, y de juzgar como miserable la actitud que nos lleva a ignorar, por miedo o cobardía, su viaje, y nos hurta, en medio de tanta fraternal navideña celebración, de tener un momento y gesto de apoyo para quien, estad seguros, más necesidad tiene de ello ¡Cuánta hipocresía se desprenderá de nuestra inacción! Nada, sigamos entre turrones, champán, empalagosos villancicos, consabidos y repetidos dichos y gracias navideños, pues ello nos evitará dedicar un tiempo para un "¡Qué-tal-estás?" con quien lo necesita. Pues es así este tiempo de navidad, muchachos.

Más. Es ésta la cuarta estación en la que me he apeado en mi carrera, que es breve si la comparamos con la de algún jefe de estación, cuyas cualidades, por muy dilatada que sea su hoja de servicios, quedan en entredicho cuando ignora los únicos y difíciles momentos por los que está pasando algún subordinado suyo, sin interesarse directa y personalmente por su penosa situación y estado. Quizás nos hayan llevado a creer que no nos merecemos otra cosa. ¿O es que ya tiene pavor, pues ya ha palpado su billete? Nada disculpa que hurte a quien lo necesita del alivio que, con seguridad, produciría un interés directo por su parte.

¡Ay! Sabed que alguien me ha deseado, amargamente, y con cierta sorna, que nos toque la lotería.

Heureuse noël, coquin

For the Pedrecos´s man.Tierra del acróstico
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