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15-09-12 00:16 #10553382
Por:zepelin

como hemos llegado hasta aqui
Llegados a la gravísima situación actual, sintiendo ya el aliento cercano del espectro del rescate y la intervención, es momento de volver la vista atrás para identificar los errores cometidos y sus causas. No se trata de buscar culpables, importante tarea que deberá acometer la justicia, sino de aprender la lección y corregir defectos y errores en el futuro.


Desgraciadamente, las últimas décadas de la historia de España han sido pródigas en decisiones políticas desacertadas o extemporáneas. La arbitrariedad, la corrupción y el desafuero han constituido más la regla que la excepción en la Administración, fuera ésta central, autonómica o municipal, sin que las conductas negligentes o dolosas encontrasen apropiada corrección o castigo.

Rara vez los gobernantes se han visto obligados a rendir cuentas por la gestión realizada. De ahí esa ligereza y proverbial falta de rigor en la mayor parte de las decisiones. También esa primacía de lo inmediato, olvidando que el tiempo continúa tras la foto de inauguración de un proyecto, dejando detrás a millones de contribuyentes pagando un posible error.

Con demasiada frecuencia, los gobiernos tomaron decisiones económicas con criterios puramente políticos, y de propia conveniencia, olvidando la necesidad de asignar eficientemente los recursos públicos. La planificación de las costosas infraestructuras de transporte respondió mucho más a una mera búsqueda de imagen, o a una defensa de intereses de caciques, o grupos cercanos al poder, que a un claro criterio de utilidad y rentabilidad social.

Ningún político parecía percibir que los recursos públicos pertenecen a unos contribuyentes que los generan con gran esfuerzo. Quizá por ello, gobernantes de todo pelaje presumían de sus supuestos logros exponiendo públicamente la enorme cantidad de dinero gastado en cada partida o proyecto, como si el despilfarro a manos llenas constituyese un sobresaliente mérito. Esta jactancia se tornaba todavía más odiosa e inaceptable considerando que una buena parte del gasto estaba inflado pues incluía los correspondientes porcentajes de comisiones ilegales repercutidas a tal efecto.

Las Administraciones, especialmente las autonómicas, se lanzaron a una alocada carrera para multiplicar exponencialmente el número de leyes, normas y regulaciones, muchas de ellas complejísimas, contradictorias e imposibles de cumplir. Cualquier botarate parecía capaz de rellenar miles de absurdas páginas de boletín oficial, sin reparar en las tremendas barreras a la competencia y a la actividad económica que tan imprudente proceder establecía. Buscando unos objetivos inmediatos, como la concentración del poder económico en manos de los amigos y la creación de oportunidades de corrupción, obviaban las nefastas consecuencias finales. Estas trabas a la labor de los emprendedores, y al desarrollo de las empresas, ponían en almoneda el tejido industrial y la generación de empleo en la región, mientras destruían la unidad de mercado con el resto de España.

Ese desbarajuste autonómico

Las autonomías han representado un papel muy destacado en el colapso final. La descentralización no era intrínsecamente perversa pero, para aportar sus ventajas, requería un diseño muy adecuado, del que siempre careció. La peligrosa financiación de las Comunidades Autónomas mediante transferencias del centro exacerbó todavía más la tendencia al despilfarro, al romper definitivamente el ya débil vínculo entre gasto y tributación: “Nosotros a gastar que ya se pringará Madrid recaudando”.

Los traspasos de competencias a las regiones se apartaron completamente del criterio de eficiencia en la prestación de los servicios públicos, abrazando un perverso sistema de mercadeos, apaños y componendas con los nacionalistas. Un traspaso a cambio de un voto favorable en la investidura o en los presupuestos. Una colosal falta de seriedad, rigor y respeto al ciudadano.

Las nuevas estructuras administrativas autonómicas iban sirviendo para crear infinidad de cargos a repartir entre los miembros de los partidos, mientras las castas políticas locales aprovechaban su creciente poder para liberarse de los ya débiles controles sobre el poder político. Se establecía así un régimen caciquil, caracterizado por el favoritismo, la corrupción, la arbitrariedad, el clientelismo y el dominio de toda la sociedad civil regional. En un espacio reducido resultaba más sencillo controlar la prensa, que difícilmente podían ejercer su importante labor de crítica al poder.

Raramente los políticos tomaron las decisiones importantes en el momento adecuado. Ni la reforma laboral en la etapa de expansión económica, ni la necesaria liberalización de los mercados cuando nos incorporamos a la Zona Euro, ni la imprescindible consolidación fiscal cuando la disponibilidad de recursos la hacía más llevadera, ni la eliminación del déficit tarifario eléctrico cuando era posible pagarlo.

En un claro ejercicio de procrastinación, tan frecuente en la política cortoplacista, las decisiones dolorosas, que deben tomarse cuando existe mayor capacidad de asimilarlas, se aplazaron in extremis hasta los momentos de crisis profunda, a costa de un sacrificio muchísimo mayor. Mientras tanto, los políticos difundían ese mensaje demagógico que exalta los derechos y oculta las obligaciones, olvidando que libertad y responsabilidad son dos caras de la misma moneda y que ese nefasto paternalismo de los gobernantes resulta del todo inaceptable en una sociedad de ciudadanos libres.

Unas instituciones defectuosas

Como muchos economistas y politólogos admiten actualmente, los tremendos problemas políticos encuentran su causa en graves defectos de diseño de las instituciones. Éstas determinan las reglas del juego, la manera de aplicarlas, los controles sobre los gobernantes, los mecanismos de representación de los ciudadanos, los incentivos de los políticos, la forma de selección de las élites gobernantes o las relaciones entre los diversos grupos políticos y sociales.

Mucho debe evolucionar nuestro marco institucional para superar este tipo de economía restringida, donde escasea lo productivo y prima la búsqueda de rentas no competitivas, dominando el intercambio de favores sobre la eficiencia, el amiguismo sobre el mérito y las buenas relaciones con el poder sobre el esfuerzo. Nos encontramos ante unas instituciones que no garantizan ni la separación real de poderes ni la representación directa de los ciudadanos. Ante la ausencia de órganos que sirvan de contrapeso, los partidos han invadido no sólo las Instituciones del Estado sino también amplios estamentos de la sociedad civil, ejerciendo una enorme influencia sobre muchos medios de comunicación.

Necesitamos nuevas instituciones que garanticen organismos independientes, un apropiado juego de contrapoderes en el seno del Estado y una representación más directa de los ciudadanos en el legislativo. Un sistema que seleccione a los mejores para la gestión pública y, sobre todo, unas leyes eficaces que limiten la capacidad de actuación de los gobernantes, impidiendo su intervención en aquellos campos que deben corresponder exclusivamente la sociedad civil.

Y una nueva Constitución que prohíba terminantemente esas absurdas e interesadas trabas que entorpecen el funcionamiento de los mercados, fomentando la corrupción. Muy fácil de decir pero… todo un universo por cambiar
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