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España > Cadiz > Puerto Serrano
05-11-08 19:18 #1374165
Por:Jorge Morato

Literatura existencialista
Bueno, hoy os voy a dejar por aquí un trocito de la novela La náusea, del famoso filósofo existencialista Jean Paul Sartre. A quienes no conozcáis esta corriente de pensamiento, espero que sintáis la curiosidad por indagar en ella gracias a la literatura. Si os gusta podemos hablar un poco sobre filosofía. Supongo que todos, quien más quien menos, habrá pasado por una racha existencialista a lo largo de su vida, aun sin haberse dado cuenta. Y, si no sabéis muy bien de qué va la cosa, no os preocupeis, pues ya entenderéis de lo que estoy hablando cuando leáis lo que os he dejado.
Bueno, aquí os dejo el fragmento:

Las tres. Las tres, siempre es demasiado tarde o demasiado temprano para lo que uno quiere hacer. Momento absurdo de la tarde. Hoy es intolerable.
Un sol frío blanquea el polvo de los vidrios. Cielo pálido, borroneado de blanco. El agua de las alcantarillas estaba helada esta mañana.
Digiero con pesadez, cerca del calorífero; sé de antemano que es un día perdido. No haré nada bueno, salvo, quizá, cuando haya caído la noche. Es por el sol; dora vagamente sucias brumas blancas, suspendidas en el aire sobre el depósito; se escurre en mi cuarto, muy rubio, muy pálido; pone sobre mi mesa cuatro reflejos desteñidos y falsos.
Mi pipa está embadurnada con un barniz dorado que primero atrae la mirada por su aparente alegría; uno la mira, el barniz se derrite, sólo queda una gran huella descolorida sobre un pedazo de madera. Y todo es así, todo, hasta mis manos. Cuando hay este sol, lo mejor sería ir a acostarse. Sólo que dormí como una bestia anoche y no tengo sueño.
Me gustaba tanto el cielo de ayer, un cielo estrecho, negro de lluvia, que se apretaba contra los vidrios como un rostro ridículo y conmovedor. Este sol no es ridículo, al contrario. Sobre todas las cosas que me gustan, sobre la herrumbre del depósito, sobre las tablas podridas de la empalizada, cae una luz avara y razonable, semejante a la mirada que, después de una noche insomne, echamos a las decisiones tomadas con entusiasmo la víspera, a las páginas escritas sin tachaduras, de un tirón. Los cuatro cafés del bulevar Victor-Noir, que resplandecen de noche, juntos, y que son mucho más que cafés —acuarios, navíos, estrellas o grandes ojos blancos—, han perdido su gracia ambigua.
Día perfecto para volver sobre uno mismo: las frías claridades que el sol proyecta, como un juicio sin indulgencia, sobre las criaturas, entran en mí por los ojos; me ilumina por dentro una luz empobrecedora. Me bastarían quince minutos, estoy seguro, para llegar al supremo hastío de mí mismo. Muchas gracias, no hay interés. Tampoco releeré lo que escribí ayer sobre la estada de Rollebon en San Petersburgo. Me quedo sentado, con los brazos colgando, o bien trazo algunas palabras, sin ánimo; bostezo, espero que caiga la noche. Cuando esté oscuro, los objetos y yo saldremos del limbo.
[…]
(…) me harta. Me levanto. Me muevo en esta luz pálida; la veo cambiar sobre mis manos y sobre las mangas de mi chaqueta; no puedo decir hasta qué punto me disgusta. Bostezo. Enciendo la lámpara sobre la mesa; quizá su claridad pueda combatir la del día. Pero no: la lámpara forma alrededor de su pie un charco lastimoso. Apago; me levanto. En la pared hay un agujero blanco, el espejo. Es una trampa. Sé que voy a dejarme atrapar. Ya está. La cosa gris acaba de aparecer en el espejo. Me acerco y la miro; ya no puedo irme.
Es el reflejo de mi rostro. A menudo en estos días perdidos, me quedo contemplándolo. No comprendo nada en este rostro. Los de los otros tienen un sentido. El mío, no. Ni siquiera puedo decidir si es lindo o feo. Pienso que es feo, porque me lo han dicho. Pero no me sorprende. En el fondo, a mí mismo me choca que puedan atribuirle cualidades de ese tipo, como si llamaran lindo o feo a un montón de tierra o a un bloque de piedra.
Sin embargo hay algo agradable a la vista, encima de las regiones blandas de las mejillas, sobre la frente: la hermosa llamarada roja que me dora el cráneo, mi pelo. Es agradable de mirar. Por lo menos es un color definido: estoy contento de ser pelirrojo. Ahí, en el espejo, se hace ver, resplandece. Tengo suerte: si mi frente llevara una de esas cabelleras que no llegan a decidirse entre el castaño y el rubio, mi cara se perdería en el vacío, me daría vértigo.
Mi mirada desciende lenta, hastiada, por la frente, por las mejillas; no encuentra nada firme, se hunde. Evidentemente, hay una nariz, ojos, boca, pero todo eso no tiene sentido, ni siquiera expresión humana. Sin embargo Anny y Vélines opinaban que tenía una expresión vivaz; es posible que esté demasiado acostumbrado a mi cara. Cuando era chico, mi tía Bigeois me decía: “Si te miras largo rato en el espejo, verás un mono”. Debí de mirarme más todavía: lo que veo está muy por debajo del mono, en los lindes del mundo vegetal, al nivel de los pólipos. Vive, no digo que no; pero no es la vida en que pensaba Anny; veo ligeros estremecimientos, veo una carne insulsa que se expande y palpita con abandono. Sobre todo los ojos, de tan cerca, son horribles. Algo vidrioso, blando, ciego, bordeado de rojo; como escamas de pescado.
Me apoyo con todo mi peso en el borde de loza, acerco mi cara al espejo hasta tocarlo. Los ojos, la nariz y la boca desaparecen, ya no queda nada humano. Arrugas morenas a cada lado del abultamiento febril de los labios, grietas, toperas. Un sedoso vello blanco corre por los grandes declives de las mejillas; dos pelos salen por los agujeros de la nariz; es un mapa geológico en relieve. Y a pesar de todo, este mundo lunar me resulta familiar. No puede decir que reconozco sus detalles. Pero el conjunto me da una impresión de algo ya visto que me embota: me deslizo dulcemente hacia el sueño.
Quisiera recobrarme: una sensación viva y decidida me libertaría. Aplico mi mano derecha contra la mejilla, tiro de la piel; me hago una mueca. Toda una mitad del rostro cede, la mitad izquierda de la boca se tuerce y se hincha descubriendo un diente, la órbita se abre sobre un globo blanco, sobre una carne rosada y sanguinolenta. No es lo que yo buscaba; nada fuerte, nada nuevo; ¡es algo suave, esfumado, ya visto! Me duermo con los ojos abiertos, el rostro crece, crece en el espejo, es un inmenso halo pálido que se desliza en la luz ...
Lo que me despierta bruscamente es que pierdo el equilibrio. Me encuentro a horcajadas sobre una silla, aturdido todavía. ¿A los otros hombres les cuesta tanto trabajo juzgar sus rostros? Me parece que veo el mío como siento mi cuerpo, mediante una sensación sorda y orgánica. Pero ¿y los demás? ¿Rollebon, por ejemplo? ¿También se dormía mirando en los espejos lo que Mme. de Genlis llama “su carita arrugada, limpia y definida, picada de viruelas, donde había una malicia singular que saltaba a los ojos, por esfuerzos que hiciera para disimularla”? “Cuidaba mucho” dice Mme. de Genlis, “de su peinado, y nunca lo vi sin peluca. Pero sus mejillas eran de un azul tirando a negro porque tenía la barba espesa y quería afeitarse solo, cosa que hacía muy mal. Acostumbraba embadurnarse con albayalde, a la manera de Grimm. M. de Dangeville decía que con todo ese blanco y azul, semejaba un queso Roquefort.”
Me parece que debía de ser muy agradable. Pero después de todo, no fue así como lo vio Mme. de Charrières. Creo que lo encontraba más bien apagado. Tal vez sea imposible comprender el propio rostro. ¿O acaso es porque soy un hombre solo? Los que viven en sociedad han aprendido a mirarse en los espejos, tal como los ven sus amigos. Yo no tengo amigos; ¿por eso es mi carne tan desnuda? Sí, es como la naturaleza sin los hombres.
Ya no tengo ganas de trabajar; lo único que me resta es aguardar la noche.


Fragmento de la novela La náusea, de Jean Paul Sartre
Puntos:
06-11-08 11:15 #1376528 -> 1374165
Por:No Registrado
RE: Literatura existencialista
Gracias por este fracmento de la novela.Si todo el mundo pudiera expresar sus sentimiento a algunas horas del dia cuando nos quedamos solos seria muy parecido a esto Diabolico
Puntos:

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