Cádiz - Cadiz

Mariano José de Larra, maestro de periodistas y suicidas, sostuvo en un famoso artículo que “todo el año es máscara, todo el año es carnaval”. No llegaremos nosotros a afirmar tanto como el maestro Larra, sin embargo, sí que existe cierto rincón en el que esa frase casi se materializa: una islita que, como tal, tiene sus cuatro costados desabrigados por el mar; nos referimos a Cádiz, donde lo mismo se crea una Constitución liberal al grito de “Viva la Pepa” que se ven zarpar las naves camino al desastre de Trafalgar. Fenicia en sus orígenes, con tres mil años de historia a sus espaldas, Cádiz resiste al tiempo.

Pasan los taxis ostentando un letrero que reza: “Ciudad trimilenaria”. Pasan los siglos y Cádiz sigue ahí. ¿Qué vieron los fenicios en esta isla que se aleja de tierra firme para sostenerse en el vaivén de las olas? Sea como fuere, agradecemos la ocurrencia fenicia, porque gracias a aquella semilla de los que vinieron a por la sal y los metales, a mercadear, hoy cruzamos las paredes de Puerta Tierra y entramos en la Tacita de Plata, la Cádiz de siempre. Atrás quedan puentes, modernidades, estadios Carranza y hoteles en primera línea de una playa blanca, donde los soplos atlánticos depositaron arenas de quién sabe qué desiertos.

Y echamos a andar, primero viendo el Ayuntamiento, porque ésta es una ciudad con mucha tradición de junta popular, de poder civil, del pueblo en armas. No en vano aquí se concentró la intelectualidad a fraguar la “reconquista” frente los franceses, que no todas las llamadas “reconquistas” son de norte a sur, y aquí se dieron al primer ejercicio parlamentario español —hemos tenido y seguimos teniendo tan pocos ejemplos de ello…—. Los gaditanos impregnaron a los liberales con su actitud, que a muchos les puede parecer indolente a primera vista, pero que depara un grito de fuerza, un puño sobre la mesa, un “ya basta”, y quizá por tal razón a esos señores les salió un texto que de algún modo intentaba progresar pasando una página más de la Historia: después vendría Ferndando VII a cerrar el libro de un manotazo, y Cádiz volvería a lo de siempre, a esperar a los vientos, a predecir el de levante, que altera psiques y despierta las más irrefrenables pasiones.

Seguimos hasta la Catedral, centelleante y rara, con toques dorados que de alguna manera reivindican un hecho diferencial estético y hasta nos atreveríamos a decir filosófico, que no económico. ¿Quién se llevó la actividad de los astilleros de aquí? ¿No fueron los fenicios adelantados navegantes y comerciantes de primera? ¿No se hizo valer tal tradición? No, pero la catedral, volvemos a ello, despide tímida un fulgor metalizado, color oro, que alude a un pasado próspero y mantiene cierta vaga esperanza en que las cosas se enderecen.

Y se enderezan, sí, las calles de Cádiz, cuadrícula perfecta por la que transcurre el barrio de la Viña, casas antiguas, caserones donde se reúnen los grupos carnavaleros a ensayar, a escribir, a musicar la realidad. Sin ese darle la vuelta a lo real, ¿cómo afrontarlo? Si existe el arte es porque la realidad no satisface como quisiéramos, y de ahí emerge el arte gaditano, el chiste que esconde siempre una metáfora, una luminaria que alumbra y que sostiene. Las calles, trazadas con escuadra y cartabón, nos hacen llegar al Mentidero, lugar de reunión, plaza pública, catedral callejera de chismes, dimes, diretes, taberna abierta en la que Quevedo se habría sentido a sus anchas maldiciendo, reescribiendo, retorciendo mostachos y conciencias. Y seguimos, no podemos pararnos o el artículo se detendrá para siempre, dejándonos disecados, emparedados, como lo están los esqueletos del museo arqueológico de Cádiz en la plaza de Manuel de Falla, al que escuchamos haciendo danzar al fuego mientras nosotros pasamos, entre tapa y tapa de pescado insultantemente fresco, hacia el Teatro Falla; allí, cada año, antes de que comience la Cuaresma, don Carnal se disfraza de lo que sea para cantar a la vida y a la muerte, al tiempo y al amor, aunque el Carnaval más intenso desbroce al Falla e inunde las calles, donde los llamados “ilegales” sueltan navajazos verbales afilados como el viento de levante.

Volvemos al viento de levante, en efecto. Y ustedes disculparán esta insistencia nuestra cuando hayan pisado la Caleta, un trocito de playa marfileña a la que una especie de burbuja tropical parece rodear. Y la plaza de Carlos Cano a su espalda, donde el cantante, reencarnado en dos inmensos árboles de cuyo nombre no queremos acordarnos, sigue pronunciando sus hermosas palabras: “La Habana es Cádiz con más negritos; Cádiz, la Habana con más salero”.

El edificio de la Tabacalera, con un aspecto de abandono y dejadez propio de las fábricas de antaño, remata la isla oliendo a tabaco antiguo, del que fuman los siglos: pitillos y puros enrollados por las famosas y sensualísimas tabaqueras, esas señoras que no necesitaban cantar para enredar a los marinos, sino que dejaban que las costuras de sus blusas y el humo incensario del tabaco lo hiciera todo.

Pero aún nos permitirán un último esfuerzo para acometer el trecho que nos separa de la fortaleza de San Sebastián, en mitad del mar, al que hay que acceder a través de un sendero de rocas y piedra, con los dioses del mar ladrándonos a ambos lados, babeando espuma blanca, relatando historias de hace tres mil años, susurrándonos al compás de las acometidas y las resacas de las aguas lo que a Cádiz trajeron los fenicios, los griegos, los romanos, lo que se llevaron de aquí, lo que ha quedado en forma de sabiduría, de saber vivir. ¿La esencia de todo esto? Búsquenla en la letra de una chirigota, en una copla de Carlos Cano, en la forma de arrastrar la “CHE” de los gaditanos. Porque no es que Cádiz resista al tiempo, concluimos: sino que Cádiz es el tiempo.

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