Juan Luis Panero. Lo que queda después de los violines Cuando te olvides de mi nombre, cuando mi cuerpo sea sólo una sombra borrándose entre las húmedas paredes de aquel cuarto. Cuando ya no te llegue el eco de mi voz ni el resonar cordial de mis palabras, entonces, te pido que recuerdes que una tarde, unas horas, fuimos juntos felices y fue hermoso vivir. Era un domingo en Hampstead, con la frágil primavera de abril posada sobre los brotes de los castaños. Pasaban hacia la iglesia apresuradas monjas irlandesas, niños, endomingados y torpes, de la mano. Arriba, tras los setos, en la verde penumbra del parque dos hombres lentamente se besaban. Tú llegaste, sin que me diera cuenta apareciste y empezamos a hablar tropezando de risa en las palabras, titubeantes en el extraño idioma que ni a ti ni a mi pertenecía. Después te hiciste pequeña entre mis brazos y la hierba acogió tu oscura cabellera. A veces las cosas son simples y sencillas como mirar el mar una tarde en la infancia. Luego la escalera gris, larga y estrecha, la alfombra con ceniza y con grasa, tus pequeños pechos desolados en mi boca. Sí, a veces es sencillo y es hermoso vivir, quiero que lo recuerdes, que no olvides el pasar de aquellas horas, su esperanzado resplandor. Yo también, lejos de ti, cuando perdida en la memoria esté la sed de tu sonrisa me acordaré, igual que ahora, mientras escribo estas palabras para todos aquellos que un momento, sin promesas ni dádivas, limpiamente se entregan. Desconociendo razas o razones se funden en un único cuerpo más dichoso y luego, calmado ya el instinto y rezumante de estrenada ternura el corazón, se separan y cumplen su destino, sabiendo que quizá sólo por eso su existir no fue en vano. |