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Granja de Torrehermosa - Badajoz

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11-06-11 17:30 #8130205
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11-06-11 19:02 #8130988 -> 8130205
Por:antonio fb

RE: personas (personajes)
Pa que l´amiga encanni que m´ha traío a la memoria aquer artículo que publiqué jace añoh n´la Revijta de Feria.
PISTOLO
Hace treinta años, Víctor Alvarado Pozo,de feliz memoria, hombre de verbo fácil, prosaico redactor local del periódico HOY, hizo una entrevista al, quizás, más popular personaje de estos últimos años. Quiero rememorar desde aquí, a aquel hombre sencillo que polarizó la vida de este pueblo, sin distinción de clase social. Un hombre que pervive en nuestro recuerdo sin otros parámetros que su candorosa sencillez: Florencio Romero Cabezas, Pistolo.
Nada sé de su nacimiento, poco importa al caso, pero recuerdo que si alguien le preguntaba la fecha, con marcada expresividad meteorológica, respondía que aquel año nevó mucho, y como referencia cronológica, que era de la quinta del hijo de Corrales. Pienso, Florencio, que sería un año magnífico si nos atenemos al refrán “año de nieves, año de bienes”. Naciste con una estrella blanca salpicando copos de nieve. Nada sé de tu infancia y poco de tu juventud. No sé nada de tus padres, linaje, ni si tenía rancio abolengo o era plebeyo como la gran mayoría. No sé tampoco si eras loco o cuerdo, torpe o listo. De tal manera me he acostumbrado a relativizar las formas y las apariencias, que una galaxia de dudas inundan mi opinión y un mar de ignorancia me impiden una definición taxativa. Nada sé de lo que sentirías en tu alma ante la contemplación de los trigales manchados de amapolas rojas,de tus emociones ante una puesta de sol, ni de tus arrobos ante el paso de una mujer. Sólo tengo vagos y deshilvanados recuerdos que se pierden en lejanía del tiempo. Y así como don Quijote fue hijo de sus obras, como cada cual, Florencio, tu fuiste hijo de las tuyas, y destacaba sobre todas, la bondad.
Era más bien bajo, de cierta robustez, de no muchas carnes y gran madrugador. Algo cargado de espaldas y de brazos un tanto largos, que fueron acrecentándose, vencido tal vez por cargas continuadas, con el paso de los años. Frente despejada y unos ojos pequeños, en otros tiempos vivarachos, que se fueron truncando en noche azul. Barbilla de mentón prominente, más acusada al fin por su falta de dientes. El andar espaciado, de adelantar caminos y un asiento de pies bastantes inseguros y torpes . De genio apacible que en ocasiones se tornaba colérico tocante a algunos puntos en los que consideraba llevar razón. Y desde aquí doy fe, sin petulancia por mi parte, que era rara la ocasión en la que dejaba de llevarla y tenerla. Todo ello embutido en un alma gigante. Era pobre; pobre, sí; pero su pobreza le hacía amar la vida y la pregonaba. Diógenes también fue pobre y, según su filosofía, la virtud, y tú la tenías, Florencio, es el bien soberano, y para ser sabio, sólo hay que saber librarse de las apetencias y reducir al mínimo las necesidades. Fuiste, Florencio, sin el menor resquicio de ironía, un sabio sin entrecomillado.
Te levantabas sin hora, no tenías que dar explicaciones a nadie. Un reloj, que enseñabas con orgullo, marcaba tu tiempo. Un reloj acerado, grandote, al que no sabías leerle los números y ni puñetera falta que te hacía. Tenías todo el tiempo del mundo para ti. Tú, Florencio, no pertenecías al follón y al aborregamiento, sino al sin número de los libres y solitarios. Todos los solitarios irán, iremos a tu lado. Creemos que vamos solos, pero formamos un gran batallón. Te levantabas antes de apuntar el alba y allá que te ibas a la panadería buscando calor, el calor humano y el que desprendía la boca del horno de leña en el que se cocía nuestro pan de cada día.
Hacía frío. Tú siempre tenías frío, Florencio, incluso en verano. Llevabas marcado en el cuerpo tu nacimiento de nieve. Helada mañana-noche de invierno. La luna se miraba en los espejos empañados de los cristales del hielo. Espero en la Parada la llegada de LEDA. Pistolo anda trajinando bultos desde dentro del bar de Victoriano a la puerta, depositándolos sobre la acera, bien arrimados a la encalada pared. Lleva puesto un abrigo largo de color gris, algo raído; un jersey azul de cuello vuelto, abrochado con una cremallera plateada, caminito de ida y vuelta, que le abriga la garganta; dos pantalones, uno encima de otro, y unas botas marrones de punteras remangadas. Cubriéndole la cabeza, un pasamontañas recogido sobre la frente y en la comisura de los labios, un cigarrillo de los de liar con los rebordes negros, a medio apagar. Una estampa del más típico estilo velazqueño. Entre bulto y bulto, un sorbo de café con leche, humeante y bien desleído el azúcar, con parsimonia y temple, a vueltas de cucharilla. A continuación, como si fuera un rito, saca un trozo de pan envuelto en papel de periódico y lo trocea migándolo en el café. El vaso no rezuma ni rebosa una gota.
Se proyectaba por entonces la película “La saeta rubia”. Ya sabemos lo “merengón” que era el amigo Pistolo. No creo que nadie pudiera encarnar más apoteósicamente al legendario futbolista que Florencio. Y así, le vimos efectuar la más espectacular propaganda que contarse pueda en los anales de La Granja de Torrehermosa por lo que respecta a esta película. De punta en blanco, como correspondía, con los colores del equipo que marcaba su afición futbolera, fue repartiendo prospectos, envuelto por la chiquillería de entonces en una verdadera simbiosis colectiva con el personaje, tanto por quién era, como por a quién representaba. El Real Madrid era para Pistolo el mejor, el imbatible, el campeón. Cuando alguien, con sorna, simplemente por oírle, se metía con el Madrid acerca de su calidad futbolística, respondía, a falta de argumentos que convencieran al opositor de turno, no sin cierta pasión y con verdadero enfado: “¡que sí, que sí, según tú !”. Muy bien, Florencio. No hay argumento más contundente que la razón demostrable. Tú no tenías que argumentar nada, te remitías a las pruebas que eran más que evidentes. Y si, en vista de la obcecación de tu contrario, no se avenía a razones, tú se la dabas, sin más, como a los tontos: ¡ que sí, hombre, que sí para que te calles !,quedándolo con la palabra en la boca, preso y rendido ante tu valerosa e intransigente postura en sostener lo que estaba REAL-mente claro. También don Quijote se las tuvo con algunos de sus asuntos y bien que lo definió con aquello de “la razón de la sinrazón”. A aquellos que no querían aseverar y manifestar la belleza de su señora Dulcinea sin haberla visto previamente, les decía: “ Si os la mostrara, ¿ qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria ? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender”. Pues con el Madrid, Florencio, eso y más, pues ahí están las copas de Europa.
Vivir el personaje de una obra de teatro, de cine, de cualquier acto representativo, no es signo de ningún tipo de paranoia. Para entender bien el personaje en toda su amplitud, hay que meterse dentro, alegrarse con él, divertirse con él, tomar decisiones con él, que ayuden a esclarecer y solucionar hechos. Al amigo Florencio le producía un gran divertimiento las películas del oeste americano, las policíacas y cualquiera que introdujese en el guión aspectos de acción. Era digno de ver cómo vivía el personaje, el del “valiente”. Hablaba con los actores desde su privilegiado asiento de gallinero, enfrascado en la acción como si realmente él fuera parte de la misma. Espoleaba y fustigaba al caballo persiguiendo a los “malos” - indios y vaqueros de mala catadura -, con gritos de apoyo rayano en lo quijotesco, como un verdadero desfacedor de entuertos del Far West americano.
Pistolo no era apolítico. Ahora que la mayoría sufrimos desencantos por las actitudes poco éticas de una parte de los políticos, él fue siempre fiel a aquel gobierno que mantuviera su pequeño respaldo económico. Su voto electoral nunca estuvo mediatizado, votaba a su padre económico del momento, fuera Suárez, Calvo Sotelo o González. Una pequeña paga que en los primeros tiempos era de “un billete verde y la mitad” - según su propia expresión - y que ahorraba en una cartilla que le mantenía el “Banco de Víctor”. Imagino que su economía, dentro de lo limitada, le permitió vivir a su aire sin excesivos agobios, ya que sus necesidades básicas las tenía, de alguna manera, cubiertas. Pedía los domingos a aquellos que consideraba sus amigos, sus conocidos. No andaba con remilgos ni pantomimas, se dirigía, cómo diría yo, con cierta exigencia, si tú quieres, a lo valiente, a tiro hecho, con la certeza absoluta de que aquella persona no le defraudaría ni le iría con evasivas. Tenía una idea clara de la justicia distributiva y era sabedor de que había que compartir, eso era todo. Y eras tan comedido, amigo Florencio, que sólo pedías los domingos dando una prueba de altruismo en sumo grado. Ya no tendré esa mano serena tendida amigablemente cuando me veías en la puerta de la iglesia durante mi estancia veraniega.
Hubo un tiempo en el que permaneció en el asilo, pero ya se sabe, los ruiseñores no son para tenerlos enjaulados. Seguro que estuvo bien cuidado, no me cabe duda, pero pudo más su sentido gregario hacia el pueblo, hacia el pueblo que le vio nacer, hacia la gente que le vio crecer, que tener como marco una residencia donde su vuelo fuese abatido por la norma y la regla. Qué sentimientos inundarían su alma de niño, qué añoranzas le arrobarían el corazón, qué nostalgias que no pudo resistir y, cogiendo su hatillo, se volvió con nosotros.
Beni, la mujer de Manolo “Buscalío”, bien sabe de sus últimos tiempos. Abnegada y desinteresadamente le preparaba y le aseaba la ropa con exquisito cariño. Tenía para él esa palabra amiga, le regañaba si así lo merecía. Gracias, Beni; hiciste lo que te dictaba el corazón sin más recompensa que una mirada de agradecimiento, un gesto de complacencia y una palabra que le saldría de lo profundo de su alma. No quisiste quedarte ni con el transistor que le sirvió de compañía en sus largas noches. Mudo y silencioso le acompaña en su ataúd.
Florencio, creíste que estabas solo, dudaste de la compañía. Ahora sí estás solo, solo ante el hambre, solo ante el frío, solo ante los besos. Eres el adalid de la soledad, de la independencia. Sigue tu camino, no necesitas a nadie, sigue así con la terquedad de la mosca. Estás solo, completamente solo, la soledad de no estar ni consigo mismo. Pero ante esta soledad, piensa, Florencio, que siempre habrá alguien que vea un ruiseñor camino de las estrellas.
Antonio Fernández Bozano

Mi agradecimiento a Rafael “ El Cagueto” por la información que me ha proporcionado.
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11-06-11 20:19 #8131576 -> 8130988
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11-06-11 21:28 #8132141 -> 8131576
Por:antonio fb

RE: personas (personajes)
encarni29
El foro es un lugar para expresar cada uno lo que quiere.Lo único que hace falta es ser educado en la exposición sin denigrar a nadie por la razón que fuere.
Así, que no tienes que disculparte por algo que es na idea tuya y que no desmerece en nada.
Esos recuerdos de niñez son los más profundo y quedan imborrables hasta la muerte.
Si entras en mi blog hay mucho del pueblo.
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12-06-11 20:09 #8138815 -> 8132141
Por:nathalie1961

RE: personas (personajes)
Amiga encarni,como yo he pasado muchos aÑos fuera ,no conosco personajes del pueblo,y no puedo participar ,pero me encantara leer vuestros comentarios Guiñar un ojo

Muakkkkkkkkkkkkkkkkkk amiga
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13-06-11 12:44 #8143589 -> 8138815
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13-06-11 13:16 #8143879 -> 8143589
Por:antonio fb

RE: personas (personajes)
Toma,barriocuenca,ejte artículo publicao tamién en la Revijta de Feriah.
Ejpero que te guhte si no hah leío anteh.
Abrazoh


TABARDA
Hay personas que por una causa u otra han dejado alguna huella en la memoria colectiva de una generación y aún hoy se sigue hablando de vez en cuando de ellas. Ya sabéis que a medida que el tiempo pasa, esa memoria se diluye y lo que le queda es el olvido más negro, la desmemoria traidora, como si un viento huracanado hubiera arrancado las neuronas de nuestro cerebro y el olvido fuese la tumba de nuestros ancestros. No quiero que pase más tiempo y así quede constancia, aunque sea breve, de un personaje que llenó parte de nuestras vidas. Un paisaje en blanco y negro, un tiempo de miseria económica tras los estertores de una guerra civil, unas calles llenas de hombres con chambras grises y mujeres de refajos negros tocadas con oscuros pañuelos en la cabeza, calles terrizas por donde pasaban cansinas mulas tirando de viejos carros cargados de tupidos costales. Una imagen viva, perenne y nostálgica para muchos de nosotros que aún revientan cuando rememoramos aquellos aconteceres. El presente pasa veloz y siempre vivimos del recuerdo.
Retrocedamos más de cincuenta años aquellos que de alguna manera podemos hacerlo. Los más jóvenes simplemente hagan un esfuerzo de imaginación y traten de comprender una época que desconocen. También a vosotros os llegará el momento en que recordaréis en el tiempo algunos años como referencia a algún acontecimiento.
Al que tenga talento le aconsejo que lo disimule, tanto más cuanto mayor lo tenga. Porque aquellos que demuestren talento, sobre todo en abundancia, en el combate con los que no lo tienen, llevan las de perder.
Así era y así sucedió. Horacio, éste fue su nombre, era un hombre bueno. Un calificativo que se adapta a aquellas personas que no hacen mal a nadie y que siguen la senda que marca la estela de su vida sin otros parámetros que vivir y dejar vivir.
Envuelto durante el invierno en un tabardo lleno de remiendos, los pies enfundados en unas botas agujereadas, suela de goma de cubierta de coche, andaba sin prisas por las calles desempedradas. Llevaba una especie de morral al hombro con algunos mendrugos de pan. Era de talla más bien escasa, de rostro desaliñado de incipiente barba, cara enrojecida por algunas manchas y surcada de pequeñas cicatrices.
Horacio era un inquilino asiduo de la calle, donde pasó la mayor parte de su vida. Paseaba ensimismado en sus querencias sin que nada ni nadie interfiriera en su destino. Le gustaba la soledad. Sí, pero era la soledad de sentirse en compañía de los demás por pura casualidad, la soledad de encuentros esporádicos. La soledad del que es ajeno a cuanto sucede a su alrededor. Tal vez en la soledad del que siente la marginación en una sociedad egoísta que sólo mira la propia complacencia.
Se levantaba a la llegada del alba y empezaba su discurrir solitario por calles, caminos y veredas sin otra compañía que sus propios pasos. Persona alegre, manifestaba su sentimiento de placer ante el nuevo día con sonoros cánticos, a grito de pulmones, a empuje de pecho, con música y letra en constante estreno ante un auditorio realmente escaso.
Vivía con su hermana Margarita en una casa próxima al estanco y cuya trasera daba al Rincón de la Paloma, junto a la carpintería del Manchego. Una puerta, casi siempre abierta, resquebrajada y con los tachones oxidados, estancaba la trasera. En tiempo de frío era frecuente verlo en la resolana de la antigua casa de Samuel. Si alguno osaba ponerse delante tapándole el calor del sol, no era difícil sacarle de sus casillas y manifestarse desafiante ante tal insolencia. Cual Diógenes ante la oferta de Alejandro Magno, lo único que quería es que el eclipse corporal del intruso desapareciera al instante. Pues claro que sí, Horacio. Nadie tiene el derecho de apropiarse de todo el calor del astro rey y quitarte a ti ni una sola brizna de un rayo solar.¡Que se quite de delante!
En tiempo de frío y ante la humedad de una niebla espesa, además del deteriorado tabardo, su indumentaria consistía en cubrirse la cabeza con un saco a modo de caperuza con lo cual lograba asustar a los niños y niñas que encontraba en el trayecto. De ahí la fama que adquirió de persona estrafalaria que imponía ciertos reparos ante su presencia entre la infancia de la época. ¡Que viene Tabarda!
Pobre hombre. La verdad es que en su ánimo no estaba despertar el miedo entre la gente menuda, más bien lo contrario, pero su vestimenta enardecía las mentes infantiles siempre dispuesta a dar rienda suelta a la imaginación, tanto en sus alegrías como en sus temores. ¡Tabarda!¡Tabarda!¡Que viene, que viene!
Ya sabéis que en el proceso de aparición de los apodos, los motes, se salva poca gente. Hay apodos que son naturales, surgidos de algún defecto físico o bien atendiendo al carácter personal del individuo; otros son hereditarios y caen en los descendientes como fruta madura. A Tabarda , ni que decir tiene, el mote le sobrevino por su reiterada e insistente indumentaria.
Según cuentan los cronistas de tradición oral de nuestro pueblo, Tabarda tuvo novia en su mocedad, pero nadie me ha dado razón de su nombre ni de quién fuere. Es lo de menos. O no, según se mire, pues ahora se me viene a la mente la pregunta que le hizo un enamorado al filósofo Sócrates:
- ¿Debo casarme o no?
Sócrates contestó:
- Hagas lo que hagas, te arrepentirás.
¡Sabia respuesta! Al ansia de casarse, sólo el ansia de descasarse iguala, como bien lo expresó el poeta Felipe Pérez en estos versos:
Una verdad encerrada
en un sencillo aforismo:
el matrimonio es lo mismo
que fortaleza sitiada.
Y así vemos combatir
luchando sin descansar:
los de fuera por entrar;
los de dentro por salir.
Imagino que su corazón se aceleraría ante el paso de una moza, que los ojos se le abrirían como platos ante una mirada femenina, que le hormiguearía el estómago ante el contoneo de una chica. Pero no, imagino que no; que las caricias, las miradas, el contoneo de una mujer no entraba en su esquema amoroso aunque lo sintiera. Una especie de esquizofrenia daría al traste, si es que las hubo, con todas sus ilusiones. Ninguna mujer, en el estado de Tabarda, se enamoraría de él. Hubiera sido difícil tal resolución. Al pobre se le fue la cabeza y me imagino que él tenía conciencia de su situación. Se ponía frenético si alguien, en tono burlón y para incomodarle, le insinuaba que a Fulanito – no escribo el nombre real para no herir la sensibilidad de algún familiar- se lo han llevado al manicomio. Esto era nombrar la bicha, sacarle de sus casillas y se ponía de una violencia tan incontestable, que lo menos que debía el interlocutor es hacer mutis por el foro, si no quería recibir la ira de sus manos y la ferocidad de sus palabras. Pero no se enfadaba porque a Fulanito se lo llevaran, no. Lo que realmente le molestaba era oír la palabra manicomio. ¿Era una premonición en su subconsciente?
Dentro de su esquema mental había algo que destacaba sobremanera, era el sentido de la amistad, aunque fuera con ese sentimiento infantil que caracteriza a este tipo de personas. Y además buscaba el cariño y la aquiescencia de los que más le hacían rabiar y enfadar. Tal vez fuese un tanto masoquista, pero tenía una especial predilección por Víctor Alvarado – el amo de la Caja de Badajoz – que era el que más se metía con él. Ya sé que Víctor lo hacía en plan broma y que en el ánimo de éste no buscaba otra cosa que provocarle para oírle. Aun así, Víctor – el banquero – era el ojito derecho en la pandilla de estudiantes de aquella época. Para hacerlo “enritar”, le decía al finalizar:
- Anda ya, si no sirves ni “pa pedió”.
Ya la teníamos armada y la cosa podía terminar a pedradas.
Tabarda debía de tener una memoria, como suele decirse, de elefante. No había papel que encontrara en la calle, que no lo leyera. Se sentaba en una recacha y allí leía y releía cuanto papel había hallado. Creo haber oído que tenía una mecánica lectora envidiable. En un tiempo en el que la mayoría de la gente era analfabeta en funciones, era poco común el saber leer y además hacerlo bien. No me extraña, el ejercicio continuo en tal sentido hace maestro. Solía comprar el ABC cuando conseguía algún dinero en su petitorio y no dudo de que se leería hasta los anuncios e incluso las esquelas mortuorias. Si alguien pasaba por su lugar de lectura, era buen momento para preguntarle:
- ¿Qué dice el periódico?
Acto seguido era capaz de pormenorizar cada noticia leída, dando incluso referencias y juicios críticos. Era una persona leída; vaya si lo era.
Tabarda fue un elemento más del mundo académico de la época. El Carmen era el lugar donde D. Arcadio daba clases de latín y religión a los estudiantes de entonces. Por allí merodeaba Tabarda ante su propio delirio preguntando e informándose de las distintas materias. No tenía reparos en preguntar a los estudiantes en las asignaturas del día. Quería saber, eso era todo. Lástima que las propias limitaciones y las familiares, no contribuyeran a su desarrollo intelectual. En otra situación tal vez hubiera podido salir adelante.
Solamente a los cantantes, a los músicos y a la gente de farándula se acostumbra pedirles que repitan lo por ellos ejecutado, cuando esto ha sido del gusto y agrado de los espectadores. Tabarda siempre estaba dispuesto a repetir, cuando se le pedía, aquellas parrafadas entresacadas de los libros de texto que le dejaban. Podría decirse que llevaba consigo todas las riquezas, pues no son grandes los que nacen, sino los que lo saben ser.
Los de tercero de bachiller daban religión, como ya he referido antes, con don Arcadio. La asignatura estaba dividida en tres partes: liturgia, moral e historia de la Iglesia. Al final del libro de texto – qué horror, Dios mío – venía un anexo con la lista completa de los Papas, desde San Pedro hasta Pío XII, asignando a cada uno de los Papas el año de nacimiento, período de reinado, muerte, etc. Miguel González es testigo de que se sabía la lista completa, pues en más de una ocasión, Tabarda iba a su casa a pedirle el “libro de los Papas Santos”. Como quiera que fuere y si alguno de ellos reinase poco tiempo, apostillaba:
- Este pobre, Fulano IV, por ejemplo, “qué poquito duró”.
Cuentan una anécdota de Tabarda que, al menos para mí, es cuanto menos, realmente sorprendente. Parece ser que aquel día llovía y merodeaba por los alrededores del Cerro Caballero o de los Joyos. Ante la persistencia de la lluvia, no tuvo otra opción que encaminarse lo más raudo que pudo hacia el cementerio, que era lo más próximo que tenía para resguardarse. Arreciaba la chaparrada y, ni corto ni perezoso, se adentró en una tumba vacía, en decúbito supino, o sea, boca arriba, sobre el pavimento del sepulcro, esperando a que el aguacero amainara. En tal posición, le sobresalían un tanto los pies, a lo mejor atemorizado de meterse excesivamente dentro. Allí se durmió plácidamente hasta que Sota, enterrador de feliz memoria, descubrió en una de sus andanzas sepulcrales, que unos pinreles sobresalían de una de aquellas tumbas. Acercóse Sota con sigilo, precaución e imagino no sin cierto temor y, oh sorpresa, allí dormía como un niño el amigo Tabarda a pierna suelta. No sé si lo despertó o lo dejó dormir; no viene al caso, pero así lo escuché y así lo cuento.
Tenía un lugar en el que a menudo solía comer y que estaba situado en el Pozo Concejo. Aún hoy está aquella piedra, me la indicó José Mari, el de Bruno, incrustada en la fachada de la cochera de Prestine, en la que solía poner las viandas del momento. Hiciera frío o calor, allí estaba para reponer energías en el momento preciso.
Es la hora de salir los niños de la escuela. Tarde de un mayo primaveral y en el pretil de la torre las cigüeñas hacen el gazpacho. En la carpintería del Manchego suena el ris-ras suave de una sierra. Una pandilla de muchachos apedrea la portezuela de la casa de Horacio a la vez que gritaban:¡Tabarda!¡Tabarda!¡Tab...!
Salió éste vociferando y, con gestos de malos modos, arrancó tras los chicos en cansina carrera, a la vez que Margarita, su hermana, blandiendo una escoba con la que debería de estar barriendo el corral, la lanzó contra la muchachada, con tan buena fortuna, que hizo trastabillar a unos cuantos y cayeron al suelo cuatro o cinco a la vez. Una escena realmente cómica, si no hubiera sido porque los muchachos llevaban el susto metido en el cuerpo ante la persecución de Tabarda.
¡Tabarda!¡Tabarda!, resuena aún en los oídos de una generación.
De trágico tuvo varias cosas, entre ellas su muerte en el manicomio de Mérida, según tengo entendido. De idi0ta no tuvo ninguna. Incluso se pronunciaba irónicamente, que es la más delicada manifestación de talento. Descanse en paz un hombre bueno y pacífico al que el destino le jugó una mala pasada. Un hombre que se enfrascó en las lecturas más peregrinas con el único afán de saber. Un hombre que al paso del tiempo sigue vivo en la memoria de un pueblo. Paz y gloria a un hombre que fue un elemento más del paisaje cotidiano de La Granja de Torrehermosa.

A. Fernández Bozano
N. B.: Mi agradecimiento a don Miguel González, pues sin su lección magistral –aquí entra el maestro, que como al sacerdocio, le imprime un carácter permanente - habría sido imposible este artículo que espero sea del agrado de todos vosotros, ya que los recuerdos están presentes en muchos de los que me leéis.
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14-06-11 09:31 #8151734 -> 8143879
Por:antonio fb

RE: personas (personajes)
Toma,barriocuenca.Paquí sale l´amigo Plácido.


LA ESCUELA

In memoriam: A mi padre,Juan F. Fito, a D. Manuel Santiago, maestro de maestros,a D. Antonio Tena, y a todos los maestros de Granja que supieron y saben transmitir su sabiduría a multitud de escolares.


Mis primeras letras las aprendí de mi padre. Impartía enseñanza en una escuela unitaria situada frente a Correos, en Santa Marta de los Barros. Era una especie de habitación amplia con una puerta a la entrada, de color gris, y un ventanal estrecho, acristalado por encima de la puerta, por donde entraba la luz del sol a media mañana. Un subido peldaño daba acceso al aula.
El mobiliario formado por unos pupitres dobles, desbarnizados, rayados, manchados en su superficie por chorreones de distintos tonos, daban paso a un cuadro surrealista del más clásico estilo Miró. Cada pupitre tenía dos agujeritos, donde reposaban los tinteros de pesado plomo, uno para cada uno, como dos chisteras embebidas que esperasen la mano de un prestidigitador encantado. En un lateral, adosado a la pared, un armario o vitrina de dos puertas acristaladas en la parte superior y dos puertas macizas, opacas, en la inferior, donde el maestro guardaba el poco material fungible y no fungible que había. Entre ellos, una botella de más o menos un litro de capacidad, con un tapón negro de rosca y una inscripción tipográfica que ponía: Tinta PELIKÁN. En esta botella de alquimista, el maestro tintaba el agua con fucsina o anilina azul para llenar los tinteros, en los que siempre secos, a fuerza de mojar las plumillas adosadas a aquellos finos mangos de color lila, en uno de cuyos extremos, forrado por un canuto de hojalata, con una ranura dispuesta al efecto, se anclaba la plumilla. ¡Cuántos borrones, Dios mío, habremos echado en aquellas libretas de dos rayas, primero, y de una raya, cuando ya tenías más arte para escribir!
A tu ladito, no muy lejos, un cartón secante de color rosa - ¿por qué sería siempre rosa y no de otro color? – universo de manchas enteras y de medias palabras que se leían al revés. Si no escurrías la tinta en el borde del tintero, casi seguro, que al empezar a escribir, se te ponía un punto gordo de tinta en la primera letra, y allá tenías que ir absorbiendo con la punta del secante aquella esfera achatada por un polo, si no querías que la tinta te traspasase un par de hojas, con la regañina consiguiente por parte del maestro. Así, que las cuatro puntas del secante estuviesen impregnadas de tinta de tonalidades multicolor del más claro al más oscuro.
Pero para poder escribir a pluma, ¡ qué alegría te daba poder hacerlo !, saltabas y brincabas de gozo, el maestro había de dar su parecer y consentimiento. Por lo cual tú te esmerabas, hacías méritos para que tal sucediera, afianzando el pulso sobre la libreta con ímprobos esfuerzos. Los más enanos utilizábamos una pequeña pizarra individual enmarcada en madera. En uno de los laterales del marco tenía la pizarra un agujero que servía para que, pasando un trozo de cuerda, sujetara al otro extremo un trapo con el que borrar las cuentas y dictados de palotes que escribías. El procedimiento para tal menester era el siguiente: pensabas que comías limón, las glándulas segregaban gran cantidad de saliva, te la preparabas entre los dientes, aspirabas aire para llenar los pulmones, y con todas tus fuerzas, estampabas con rabia el escupitajo sobre la pizarra; agarrabas el trapito, frotabas frenéticamente la superficie , la secabas bien con el otro extremo del trapo, que estaba seco, y aquella pizarra quedaba negra, limpia, reluciente como los chorros del oro, como una patena. ¡Qué gusto volver a coger el pizarrín de punta afilada sobre un adoquín a la hora del recreo y empezar un nuevo trabajo sobre el fondo oscuro de la pizarra!
Había dos clases de pizarrines. Uno, duro, de pizarra gris. Un cilindro más bien irregular de un palmo de largo. El otro, de color blanco, blando, cremoso, como de yeso y totalmente cilíndrico. Estos eran más caros. Pintaban mejor sobre la pizarra y se veía lo escrito con mayor nitidez. Uno y otro, cuando caían al suelo, se partían en mil pedazos – qué coraje te daba cuando se te rompía, con lo bonito que era entero – y de esta forma, pues nada, que tenías muchos más pizarrines, eso sí, más pequeños. Te guardabas en el bolsillo los demás trozos y seguías escribiendo con el cacho que tenía la punta afilada. A la hora del recreo, si no había otra cosa mejor que hacer, te dedicabas a aguzar los distintos trozos para tenerlos dispuestos y no tener que escribir de lado, cambiando de posición el pizarrín a cada palabra o número.
Era signo de buena educación, ya te lo avisaban y tú lo tenías en cuenta, el que te pusieras de pie cuando entraba una persona mayor. En esa posición permanecíamos hasta que el maestro, con un gesto, nos indicaba que nos sentáramos, o bien, hasta que dicha persona se marchaba, si era asunto de poca monta lo que había que tratar. Es que en aquel tiempo éramos muy educaditos y civilizados.
Entonces, los padres, cuando tenían que hablar con el señor maestro para preguntar por su niño, iban sin cita previa ni hora convenida. Aquí te cojo, aquí te mato. Si la mamá del nene, un suponer, venía en aquel momento de la plaza de abasto cargada con dos repollos, un kilo de brevas, tres kilos de papas, media morcilla lustre y una coliflor, al pasar como pasaba frente a la escuela, no era mal momento para preguntarle al señor maestro qué tal va mi niño, a la vez que apostillaba: -Y si hace falta darle una bofetada, señor maestro, désela usted, que este niño es un desmadrado y un desmandado que no hace caso de nadie-. Y terminaba diciendo, más o menos, que las cosas bien pudieron suceder de otra manera: -¿Quiere usted unas pocas brevas, señor maestro?- Ande, tómelas usted, que yo me he comido ahora mismito una y son dulces como la miel. Están de fresquitas, que da gusto comerse una. Tome usted, señor maestro, cómase ésta que está llorando almíbar-.
A todo esto, el señor maestro, disculpaba el ofrecimiento, tan inesperado como inoportuno, argumentando su inapetencia en aquel momento y lo poco apropiado del lugar, para zamparse un par de brevas mientras los niños miraban cómo se las engullía. - Que no, señora, en otro momento más oportuno. Estoy en clase y no me parecería correcto-.
También los maestros eran muy educados y civilizados.
Así, que en vista de la negativa del señor maestro a zamparse las brevas en tiempo de trabajo, la señora optó por dejárselas en la mesa sobre una verde hoja de higuera. Los de la clase estábamos en suspense viendo el tira y afloja de la situación. Cuando vimos que la señora hacía ademán de marchar, muy educadamente, nos levantamos y la despedimos con un vaya usted con Dios.
De cuando en cuando nos visitaba la señora Inspectora de Enseñanza. Para entonces, el señor maestro, nos aleccionaba del modo y manera de comportarse en su presencia. Había que estar quietecitos, bien sentados, hablar bajito, no molestar, no decir palabrotas y otros cuantos noes y afirmaciones para la situación. Los mayores vigilaban que todo estuviera en orden. Cuando entraba, puestos en pie, nos sonreía, y con un gesto de la mano, nos hacía sentar. Ella se sentaba en una silla frente al señor maestro y allí hablaban un buen rato de no sé qué asuntos revisando papeles, listas, libretas de los diarios, dibujos y trabajos de los mayores. Después venían el interrogatorio de la señora Inspectora. Era el momento clave. Todo el mundo atento a su pregunta y cuidado con la respuesta. Siempre eran preguntas fáciles, de andar por casa. No se complicaba la vida.
Cuando entré en la escuela, yo era de los más pequeños junto a mi amigo Ignacio. Los grandes tenían ya catorce o quince años. Me fascinaban los dibujos que hacían en aquellos diarios de clase. ¡Qué bien pintaban aquellos mozalbetes, ante mis ojos de renacuajo!
Me sentaba yo en primera fila, en el primer banco, que para eso mi padre mandaba allí, junto a mi amigo Ignacio, cuyo padre trabajaba en el Ayuntamiento y también mandaba. Cada día, a la misma hora, después de atender el señor maestro a uno de los grupos de la clase, nos tocaba leer a los dos. Teníamos cada uno su cartilla de Primera RAYA. Aquélla que empezaba con las vocales en orden y después las ponían tan desordenadas, que era dificilísimo diferenciarlas sin que te dieran un pescozón a cada vocal; aquélla que al llegar a la m , había dibujada una chica joven, de media melena, con el nombre de mamá debajo. "Mi mamá me mima, mi mamá me ama". Más adelante, el papá y la pipa. Por cierto, que el papá tenía poco pelo y la pipa era curvada y no echaba humo. El tití, estamos en la t, era un monito pelado con la cola enrollada en espiral, la mar de "mono" y sonriente, con cara de travieso. Yo estaba a la espectativa, y a una señal del señor maestro, salía disparado hasta su mesa para leer el primero. Siempre llegaba yo antes a leer, entre otras razones, porque mi asiento estaba más próximo a la mesa del maestro y segunda porque, ya lo he dicho, estaba atento a la indicación. Pero mira tú por donde, que un día, estaría yo en las Batuecas, en Babia, pensando en las musarañas, poniéndole a una mosca un cucurucho de papel de fumar en el culo, o lo que sea, la cuestión es que Ignacio llegó aquel día antes que yo a leer. Era la primera vez que me sucedía esto en dos años. Ello hirió mi orgullo y se me saltaron unos lagrimones como puños. Yo no quería llorar, pero mi padre no pudo por menos que reírse de mi actitud y aquello me hizo estallar en rabia, llorando desconsoladamente.¡ Mierda niño!
Aquel día, las desgracias no vienen nunca solas, no pudimos salir a recreo. Llegó un municipal a la escuela y avisó al maestro de que no saliera nadie, que un perro rabioso andaba suelto por el pueblo.
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral cuando el señor maestro nos explicó las consecuencias que sufriríamos en caso de que el perro nos mordiera. Allí dentro estábamos totalmente seguros. Los alumnos mayores en sus pupitres, ajenos a todo lo del perro, ya eran unos sabuesos, pero los más pequeños nos arremolinamos alrededor del maestro, temerosos e inquietos. Mi padre tenía entreabierta la puerta y observaba el exterior. Al poco rato, pasaba el perro por la acera de enfrente con la cabeza gacha y babeando. Lo vi a gatas entre las piernas de mi padre. Por allí marchaba, tranquilo, como si no fuese nada con él, seguido de una pareja de la Guardia Civil a prudente distancia, en espera del momento propicio para dispararle. Cayó a las afueras del pueblo, allá por el pilar.
Al llegar a Granja me sorprendió enormemente la Escuela Graduada, la Escuela Pública, según le llamábamos entonces. Me llamó la atención su enorme estructura, una mole rectangular desnuda de todo ornato, de blancas paredes encaladas a golpe de mirasol atado a una larga caña. Una especie de fábrica insolente, sin estilo. Una fachada lisa de corajuda austeridad, abierta por dos ringlas de ventanales, ofreciendo a la mirada inquisitiva del viandante, la melancolía tenue de un establecimiento fabril. Una breve escalera daba entrada por sendas puertas a la escuela. Niños a un lado, las niñas a otro. Los niños con los niños, las niñas con las niñas, en aquel jaulón de micos.
El primer día de clase, yo, como era nuevo, aún no sabía dónde tenía que ir. El director, D. José Cuenda, me llevó a su despacho de dirección, y me sondeó con varias preguntas para ver mi grado de sabiduría o ignorancia, que esto no lo tengo muy claro. De la única pregunta que me acuerdo era aquella de "qué es un triángulo". Le respondí muy bien que era un polígono de tres lados y que podían ser "más chicos y más grandes" (sic). Cuando me preguntó qué quería decir polígono, ahí me la tragué doblada, no tenía ni la más remota idea de lo que significaba, y me quedé embobado mirando la impertérrita cara de D. José. Viendo mi supina ignorancia, me explicó que poli, mi amiga Poli, significaba muchos, y gono, no tenía ningún amigo que se llamara así, ángulos. O sea, muchos ángulos, cuando en verdad sólo tenía tres.¡ Sí que me lo ponía difícil! Y encima me dijo que era griego. Ya me parecía a mí que algo raro tenía la palabrita para no saber lo que quería decir. Por mi parte , no había visto yo en mi vida a un griego para que me lo hubiera dicho o al menos insinuado. Después me hizo recitar el Credo y la Salve. Esto ya fue mejor. Sin más, me llevó del brazo a la clase de mi padre, le dijo lo que fuera sin soltarme, y salí de nuevo levemente arrastrado, hasta la clase de tercer grado donde, vestido de negro traje, se levantó cortésmente, ante la entrada del director, D. Manuel Quintana. Me presentó al resto de la clase, y mirando de hito en hito, me sentó al lado de Calderón, mi amigo Manolo, al que tratábamos de martirizar llamándole Calderón de la Barca. Ahí es nada, ni se inmutaba el tío. Por allí, en el banco de delante, andaba también Antonio Quintana y Valentín Heras, amigos para siempre. La verdad es que no recuerdo a otros elementos, quiero decir compañeros, de la clase.
Desde el aula, a tiro de bolindre, al otro lado de la carretera de la Estación, pace parsimoniosamente, como si tuviera todo el tiempo para él, en una cerquilla, el caballo de Caramelo, mostrando sus viriles atributos (el caballo), ante la mirada infantil y un tanto maliciosa de los escolares. Al lado , una casita de sencilla rusticidad arquitectónica con un par de ventanucos estrechos y un tejado de viejas tejas descoloridas por las inclemencias del tiempo, donde sobresale enhiesta, una blanca chimenea de negra boca que expele un tenue y claro hilillo de humo que se deshace al leve contacto del aire.
Nos reíamos con el caballo y alguien, no sé quién, soltaba aquella adivinanza que decía:
Grande lo tengo,
más lo quisiera,
que entre las piernas
no me "cabiera".
(El caballo)
Repito, el caballo,¿eh?
Es la hora del recreo. Plácido, traje de pana marrón, gorra de plato de oficial marinero en un mar de niños, un reloj de bolsillo asido a una gruesa cadena que sobresale del chaleco, abre la puerta de la clase y anuncia la hora del esparcimiento al maestro: "la hora", va avisando por los distintos grados. Los chicos vamos saliendo como sabandijas escaleras abajo. Uno, no sé quién, monta en la sobada barandilla y algún saliente le engancha el pernil del pantalón haciéndole un siete de arriba abajo por donde se le ven las entretelas y parte de los interiores. El director, ojo avizor que estaba, sólo le oí decir "me alegro; para que no vuelvas a hacerlo otra vez". ¡Toma ya, pa que t´enteres! Se cogió el roto pinzándoselo con una mano y fue camino de su casa a un forzoso cambio, un poco a la pata coja y un tanto escorado hacia la derecha debido a tan incómoda posición.
Se llena el patio de una escandalosa algarabía infantil. Unos juegan a "fútgol" con una mediana pelota de goma que arremolina a su alrededor una amalgama abigarrada de escolares a ver quién le da la patada a la enjaulada pelotita entre tanto pie a porfía. Hoy, los muchachos juegan con más sentido posicional. Han visto mucho fútbol por televisión.
Otros juegan al repión. Los que al tirar se quedaban en el círculo, miraban con ojos como platos la afilada punta de los repiones con los que intentaban sacarlo del redondel a puazo limpio.El que más y el que menos ya llevaba uno de repuesto para tales menesteres, so pena de quedar expuesto a que su repión bueno quedara seriamente dañado. Había unos repiones grandísimos, gordísimos, de madera de encina, que para tirarlos, en vez de un cordel, necesitaban más bien una soga y un descomunal brazo para lanzarlos. ¡Qué repión! No recuerdo de quiénes eran, pero había un par de ellos que llamaban la atención. ¡Qué pedazo de tocón con púa, Dios mío, hecha a machamartillo de herrero, a los que dábamos la lata inmisericordemente unos, otros y los demás, con lo de ponerle púas a los repiones!
Si era tiempo de bolindres, se veían por aquí y por acullá verdaderas parvas de niños alrededor de un gua apostando cantidades ingentes de bolas, los que más tenían y menos les importaba perder o ganar, mientras que los más, apostábamos de dos en dos o de cuatro en cuatro como mucho, jugando a la tanga. Si cortabas pares, eras ganador; si impares, ganador el otro.
Otros jugaban al triángulo, juego menos espectacular, pero no exento de estrategia para que no te mataran o no te quedaras dentro del mismo al tratar de sacar algún bolindre que iba derecho a la faltriquera o la bolsita de tela que te había hecho tu madre si lo sacabas del triángulo. Previamente se había tirado a raya para decidir, por la mayor o menor proximidad, quién comenzaba a tirar, una vez realizada la apuesta.
Otros simplemente jugaban al gua, aguardando pacientemente mediante la táctica de proximidad al hoyo, que algún pardillo quedara lo suficientemente al alcance como para darle un sello y mandarlo fuera del juego.Un contrincante menos y sigue la guerra de los bolindres. Pero Plácido vocea desde las escalerillas que ya está bien de juegos, que es la hora de volver al trabajo escolar. Los más reacios, los remoloness, los que se recuelgan en el juego, se ven expuestos a la ira de Plácido, que con una palabra más alta y acompañada de un gesto que no indica la menor duda, sirve para que la caterva remisa de zangandungos salga dando pingos vapuleándose el culo con los talones. En la huida uno se da un guarrazo al trastrabillarse con otro, pero no le da tiempo nada más que a levantarse y seguir la indicación de Plácido, sin mirarse tan siquiera el rasguño de las rodillas y el codo. Despejado el campo, Plácido se sienta tranquilamente en una silla de aneas rotas de tanto amolarse las uñas los gatos, a la sombra de una parra, allá a la puerta de la casita donde vive. Un olorcillo a puchero se expande por el derredor.
Llegamos al aula y D.Manuel Quintana tiene puestas en la pizarra varias multiplicaciones de tres cifras y un problema de ovejas, vacas y un caballo -¿ sería el de Caramelo?- que decía más o menos:
Un labrador cambia un rebaño de 120 corderos valorados en 268 pts cada uno, por cuatro vacas,valoradas en 6390 pts cada una, y además un caballo. ¿Cuál es el valor de éste?
- Es el caballo de Caramelo, decía el Valentín, al que llamábamos la Rana por su peculiar manera de nadar, riéndose por lo bajito como una jimia:ji,ji,ji, - levantando y bajando rítmicamente los hombros en su hilaridad. Éste también tiene dos colas, una más arriba y otra más abajo, ji,ji.
Los que estábamos a su lado, sonreíamos su oportunismo sin atrevernos a más, pues D. Manuel estaba ya dando golpes en la mesa con la palmeta, en vista del pequeño alboroto.
Salían los dos empatados en cuestión de dinero si el caballo valía 6600 pts, pero a mí me daba la operación 6500 pts, que tampoco estaba mal para un caballo, y aquí me tienes repasando las multiplicaciones y la resta para averiguar dónde estaban las malditas 100 pts que me faltaban.
Los sábados rezábamos el rosario, a pie firme en el pasillo, dirigido en los misterios por D. José el director, hombre de profunda fe y religiosidad donde los haya habido. En mayo, mes de María, nos reunía a todos los escolares en una clase, creo que era la segunda subiendo a la derecha, donde una imagen de la Virgen asentada en su peana adosada a la pared, presidía los cantos y ofrendas de flores que traíamos los niños. El "Venid y vamos todos / con flores a María /con flores a porfía / que madre nuestra es", lo entonaba con una bonita voz de tiple mi amigo José Mari Espinal, y cantábamos a coro los demás. Al llegar al verso de "con flores a porfía" aquello no era cantar, aquello era berrear al unísono un centenar de chiquillos a ver quién voceaba más intensamente, incluidos los desafinos de unos cuantos que tenían el oído uno enfrente del otro. Reconozco que cuando José Mari hacía el solo yo sentía una endiablada envidia, porque modestia aparte, yo cantaba mejor que él. Pero José Mari era un enchufado del director con aquella carita de angelito y de niño bueno que tenía. Sí, he de reconocer que él cantaba mejor que yo por Antonio Molina y Juanito Valderrama, pero en lo demás no. Y como su padre le regalaba un saco de garbanzos cada año al director, pues eso, que siempre cantaba el niño. ¡Qué granuja y qué egoísta el muchacho! Y además siempre le hacía las pelotas al director - perdón, en singular, la pelota - y por eso le dejaba siempre cantar. Un abrazo desde aquí, José Mari.
También cantábamos el "Cara al sol", que mira tú por donde, no sé por qué siempre lo cantábamos de espaldas, bueno, sí sé, era sencillamente porque a esa hora el sol lo teníamos a la espalda. No recuerdo bien si era una vez a la semana o dos. Lo digo por lo de izar y arriar bandera que son dos tiempos distintos. Aquello de "impasible el ademán" no había quién entendiera lo que quería decir y aún más si lo traducías por "imposible el alemán". Lo de imposible ya lo intuías más o menos, pero lo de impasible era ya harina de otro costal, ¿qué querría decir? Ademán, ni por asomo te sonaba el significado. Eso es lo que pasa desde tiempo inmemorial cuando la transmisión es oral, de boca a oído. Se me vienen a las mientes algunos romances que se transcribían más por afinidad sonora y se invertían términos, hasta tal punto, que no los entendía ni la madre que los parió. Ahora recuerdo el término latino "in diebus illis" (en aquellos días, en aquellos tiempos),mal separado por un ignorante que dijo no entender qué significaba el "busilis". Hay busilis cuando suceden acontecimientos imprevistos, misteriosos, mágicos. Gustavo A. Bécquer emplea el término en la leyenda de Maese Pérez, el organista, cuando durante la misa del Gallo suena en el órgano los mismos sonidos que imprimía Maese Pérez cuando vivía:
- ¿No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara; no os lo dije yo? Aquí hay busilis (...) Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira...., aquí hay busilis. En efecto, el busilis, el imposible el alemán, era el alma del Cara al sol.
Salimos por la tarde de la escuela y, al ver pasar un carro cargado de costales, algunos nos recostasmos en la parte trasera, con el consiguiente enfado del conductor, que no estaba dispuesto a llevar una sobrecarga sobre las ya sufridas mulas. Es una tarde espléndida que invita a ir las Pedreras a darle cachiporrazos a las despiertas e inquietas ranas. Allí pasamos un rato. Al atardecer, la plaza se llena del bullicio propio de una chiquillería entretenida en los más diversos juegos. Los aviones chirrían desaforadamente despidiendo las luces del último sol.


A. Fernández Bozano
Puntos:
14-06-11 16:18 #8155176 -> 8130205
Por:instinto

RE: personas (personajes)
que os parece tambien el chico la grulla
Puntos:

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