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España > Badajoz > Castilblanco
09-07-11 09:47 #8328160
Por:zarzeño54

Santiago Carrillo Solares.
1

UN LIBRO NEGRO PARA CARRILLO



El totalitarismo es el fenómeno determinante del s. XX. Sólo desde el totalitarismo se puede explicar la gran convulsión de los años treinta y cuarenta, la II Guerra Mundial ––la más mortífera de toda la historia humana–– la «guerra fría» posterior, al enfriamiento de refinadas tiranías modernas y el exterminio mecánico de millones de personas en todas las latitudes, esto es una evidencia que no necesita grandes demostraciones. Bien es cierto que, a menudo, olvidamos en qué lodazales se hundieron nuestros padres, pero precisamente por eso es conveniente el recordarlo.

El totalitarismo afectó a todo y a todos, también en los países en los que, como España, sólo en parte sufrieron directamente esa experiencia. Y de todas las personalidades de la vida pública española, nadie se ha sumergido tanto en la marea totalitaria como Santiago Carrillo, líder durante largos años del Partido Comunista español. Por eso hay que mirar a fondo la vida de Santiago Carrillo.

La vida de Carrillo, efectivamente, es inseparable de la experiencia totalitaria. Toda su vida: desde su infancia de niño revolucionario hasta su madurez de líder comunista. Hijo de un líder socialista de relieve no menor, en un momento en el cual el socialismo español oscila entre la revolución institucional y la revolución proletaria, el niño Santiago Carrillo Solares nace a la vida en 1915. Acaba de estallar la I Guerra Mundial y está a punto de estallar la revolución soviética. Las dos cosas, guerra y revolución, marcarán la vida de Carrillo.

Niño viejo, más bien poco agraciado, de pluma fácil e inteligencia viva, ese mozalbete apenas ha cumplido los 14 años cuando ya debuta como periodista político. Se diría que ha nacido para la agitación y la propaganda. Lidera las Juventudes Socialistas antes de ser mayor de edad. Aún adolescente, lo encontramos sumergido en las conspiraciones revolucionarias de 1934. Va a conocer la cárcel cuando aún no tiene 20 años. Deslumbrado ––como tantos otros–– por el «paraíso socialista» de la Unión Soviética, viaja a Moscú y vuelve a España convertido en un comunista convencido. Cuando la guerra civil ha dado inicio, un jovencísimo Carrillo afronta la brutal prueba de imponer ––su particular idea del orden–– en un mundo que se descompone. Después llegará la escalada por el poder en un ámbito, el del comunismo español. Y aun tendrá capacidad de maniobra para virar el rumbo, reintroducir el comunismo en España, convertirse un hombre clave de la transición democrática y, aún más, entrar en la galería de probos padres fundadores de la democracia española, merecedores de homenajes por su contribución a la convivencia.

A lo largo de este periplo, objetivamente triunfal, se acumulan, no obstante las sombras. Con toda propiedad se puede hablar, en términos históricos, de un «expediente Carrillo» donde abundan las manchas negras. La opinión pública española conoce bien la principal de ellas: Paracuellos, el exterminio deliberado de los presos políticos de derechas en el Madrid de noviembre de 1936. Pero hay muchas más: las maniobras políticas que condujeron a la creación de las Juventudes Socialistas Unificadas, la participación directa en la purga del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) en mayo de 1937, la huida de España dejando en la estacada a sus compañeros de partido en 1939, la ruptura con su padre «traidor»; después, los movimientos tras las bambalinas del comunismo, la sumisión a los criterios de Stalin, la responsabilidad directa en el desmantelamiento del maquis, incluso la liquidación de sus camaradas «inconvenientes»… Todas estas cosas cambian el color de la imagen y la cargan con tintes sombríos.

Paracuellos: en Nuerenberg se condenó a gente por menos que eso. La liquidación de disidentes: un macabro ritual del crimen político totalitario. La cruenta desarticulación del maquis: en Moscú se eliminó a gente ––o se la ensalzó, según soplara el viento–– también por menos que eso. Una cosa y la otra, el exterminio del enemigo y la aniquilación del amigo, son rasgos típicos del s. XX y más en concreto del totalitarismo y aún más específicamente del comunismo. La combinación de esa doble violencia, hacia fuera y hacia dentro del propio campo, es una de las características mayores del comunismo y es lo que da a esta doctrina un carácter esencialmente patológico. Evidentemente, los comunistas, y en primer lugar, el mismo Carrillo, dicen que esa política criminal no es propiamente comunismo, sino su desviación como «socialismo real». También esto, la negación de la evidencia y la fe a pies juntillas en un refugio retórico, es signo distintivo de la patología totalitaria. Y también aquí nuestro personaje alcanza rango de ejemplo.

«No me arrepiento de nada. He cometido errores y he intentado eliminarlos. No soy un santo, sino un hombre de carne y hueso», proclamaba Carrillo en el documental bibliográfico ––más bien, cabría decir, hagiográfico––– Ultimos testigos, de Martín Cuenca subvencionado por el gobierno socialista español. La posición del protagonista es comprensible, pero la pregunta no es lo que piensa Carrillo de sí mismo, sino cómo podemos juzgar nosotros, españoles del s. XXI, el itinerario vital de este hombre del s. XX. Y ésta es la finalidad de estas páginas.

Este Libro negro de Carrillo no es una biografía al uso. No se propone contar la vida de Carrillo como el simple relato de una trayectoria vital. Sobre eso hay otras muchas obras, y buena parte de ellas han sido utilizadas aquí a modo de cobertura documental. La trayectoria vital de Carrillo, lógicamente, es la columna vertebral de las páginas siguientes, pero la aspiración de lo que aquí se va a narrar no es sino la de entender por qué alguien como Carrillo actuó de la forma en que lo hizo. Por eso intensificaremos la exploración de los años decisivos, los años «negros»: los años de la conquista del poder, precisamente porque el periplo vital de Carrillo tiene valor de ejemplo: precisamente porque esa existencia tortuosa ––y torturante–– ilustra perfectamente el fenómeno del totalitarismo, y nos ayuda a entender mejor no sólo la historia de la España del s. XX, sino más generalmente, la de toda humanidad contemporánea.

El caso Carrillo viene a poner sobre la mesa un asunto que nuestras sociedades tratan demasiadas veces a deliberar: ¿qué lugar dejamos para el totalitarismo como fenómeno determinante de nuestro tiempo? ¿Cómo podemos pensarlo con los criterios de hoy? Durante los años de la posguerra, pareció que la cuestión podía solucionarse con una recurrente condena litúrgica del nazismo, convertido en figura eminente del mal. Pero la verdad es que el nazismo no fue el único totalitarismo de nuestro tiempo, que el comunismo ha sido más mortífero y ha durado más tiempo que el régimen hitleriano y que ya no es posible seguir exonerando a los hijos de Lenin y Stalin en nombre del «antifascismo» común.

Como sucede con todos los grandes hombres, con todos los que han dejado su impronta en la Historia colectiva, Santiago Carrillo ya no es un individuo de carne y hueso, ya no es el nombre de una persona singular, sino que representa a una generación y a una época. Somos una generación combustible, decía Carrillo en la primera página de sus memorias. Lo dice citando a un amigo ruso. Y de eso se trata: de que no nos quememos en los mismos fuegos que ellos.
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09-07-11 09:49 #8328161 -> 8328160
Por:zarzeño54

RE: Santiago Carrillo Solares.
2

EL ETERNO RETORNO: LOS BUENOS Y LOS MALOS


16 de marzo de 2005, Santiago Carrillo acaba de cumplir 90 años. En un lujoso hotel de Madrid se ha reunido a la créme de la sociedad política española: ministros, altos cargos estatales, periodistas afamados, líderes sindicales, algún sacerdote, padres de la constitución, gentes de la farándula ––o «de la cultura», como se dice en España–– incluso una representación de la Casa Real. 400 personas en total. Tan insólita asamblea tiene una sola finalidad: homenajear al nonagenario Carrillo.

El viejo líder comunista llega al hotel acompañado de su esposa, Carmen Menéndez; aparentemente, Carrillo ignora la naturaleza de la cita: es una entrañable fiesta sorpresa para el entrañable abuelo de la política española en el marco entrañable de una cena de amigos, todos ellos igualmente entrañables. Podemos imaginar los sentimientos del anciano comunista al constatar la calidad de la concurrencia: el presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero; el lehendakari del gobierno vasco, Juan José Ibarreche; Jordi Pujol, ex presidente de la Generalitat… Recibido con una salva de aplausos, el anciano saluda a diestro y siniestro y avanza penosamente hasta su mesa, interrumpido a cada paso por los vítores y parabienes de los asistentes. Una de esas escenas que justifican toda una vida y le permiten a uno pensar que ha triunfado.

Tal vez en otro tiempo, habría pensado que aquel homenaje, en realidad, era el premio a la renuncia y, aún, a la traición. Carrillo abandono el Partido Comunista en 1985, expulsado de tras haber dejado la secretaría general en 1982. Veintidós años de secretaría general para acabar de aquella forma. ¿Por qué se le expulsó? Porque su política ya había dejado de representar una alternativa de izquierda al Partido Socialista; también, porque irreversiblemente, Carrillo ya estaba «pasado de moda». Es entonces, cuando, siguiendo la veterana tradición escisionista de los desterrados del comunismo, funda el Partido de los Trabajadores de España-Unidad Comunista. Sus enemigos del partido lo tienen claro: es un modo seguir torpedeando al PCE, para que no levante el vuelo. Pero el nuevo invento fue un fiasco. Nunca pasó de 1,2 % de los votos. En 1989, Carrillo arroja la toalla. Para un hombre de 74 años, no está mal. Sus huestes ingresaron en el omnímodo Partido Socialista; él, no, pero no era necesario el ingreso formal para que todos supieran dónde estaba el viejo. Y acto seguido, Carrillo fue elevado al olimpo de la democracia española: escritor, conferenciante, escritor, opinador radiofónico, incluso doctor honoris causa por alguna universidad. ¿Cómo no pensar que el actual homenaje era una recompensa por su renuncia? Pero todos esos sentimientos estaban fuera de lugar; por lo menos, nada tenían que ver con el espíritu de toda esa gente que ahora aplaudía al anciano Carrillo.

Después de todo, ¿a quién se estaba homenajeando? Sin duda, al demócrata. No al consejero de Orden Público de la junta de Madrid en 1936, ni apparatchik del Partido a la sombra de Stalin, sino al líder comunista que cambió la bandera tricolor republicana por la rojigualda nacional en 1977. Se estaba homenajeando al hombre que, pudiendo abanderar una oposición a la monarquía designada por Franco ––todavía en 1975 nuestros comunistas llamaban«títere del dictador»al Rey D. Juan Carlos–– jugó la baza del posibilismo y optó por incorporar al PCE al proceso de transición a la democracia. No se estaba rindiendo homenaje al comunista, sino al hombre que contribuyó a estabilizar la naciente democracia española, por eso estaba allí mucha gente.

Muchos hablaron aquella noche, Rodolfo Martín Villa, ex líder del sindicato de estudiantes de Falange, ministro del Interior con la monarquía, reconvertido en hombre de negocios en el oligopolio mediático de la izquierda. Miguel Herrero de Miñón, jurista de Estado con Franco, redactor de la Constitución de 1978, conspirador nato dentro de la derecha, reconvertido en defensor de las tesis secesionistas del nacionalismo vasco. El padre Martín Patino, jesuita, ex secretario del Cardenal Tarancón, hombre de diálogo, uno de esos apóstoles del consenso que, no obstante, eluden la pregunta sobre el para qué (y por ello son recompensados) Presidentes autonómicos como Juan Carlos Rodríguez Ibarra, Juan José Ibarreche, Jordi Pujol… Escritoras de cuadra como Rosa Regás. Líderes sindicales como José María Fidalgo. También Gaspar Llamazares y José Luis Rodríguez Zapatero. El Jefe de la Casa Real, Alberto Aza, leyó una breve misiva de D. Juan Carlos en la que transmitía a Carrillo su respeto y amistad «fraguada durante muchos años» y su reconocimiento por la gran contribución a una transición pacífica en España. Baño de gloria.

Pero el discurso más comentado, y con razón, fue el de Peces-Barba, otro de los «padres» de la Constitución, ex presidente del Congreso, socialista de origen católico, hombre de consenso transformado ––a la vejez viruelas–– en radical defensor del más rancio jacobinismo. Gregorio Peces-Barba, en ese momento, era el hombre designado por Zapatero para neutralizar las victimas del terrorisimo durante la peligrosa negociación con el grupo terrorista ETA. Y Peces-Barba, lanzado por la pendiente, dice: «Estamos aquí, reunidos, los buenos, los menos buenos… Es cierto que no están los malos, y es una lástima porque también los malos deberían estar aquí».

Risas de unos. Estupor de otros. ¿Buenos? ¿Malos? ¿De qué estamos hablando? Este era un homenaje de consenso y reconciliación, una fiesta para el hombre que, precisamente, había renunciado a mantener el espíritu de la Guerra Civil. Vamos, Gregorio, recuerda: en 1975 ya no había buenos ni malos. Los largos años del franquismo, más por efecto del bienestar socioeconómico que por designio político, habían sepultado los rencores de la guerra civil. Sólo una desdichada política de memoria histórica ha llevado a los españoles a pensar de nuevo en términos de «buenos y malos», a querer resolver ––realidad virtual, juego de rol–– la guerra que ellos no hicieron. Pero hay misterios de la pasión que retan a la razón política, aún al más esencial sentido de la realidad. Y esos misterios reaparecen ahora para poner la nota sombría en el merengue festivo. A su pesar o no, Carrillo siempre seguirá siendo Carrillo: el de 1936.

¿Y qué pensaría Carrillo al oír aquello? El viejo comunista había acudido con el traje gris y encorbatado de líder de la reconciliación, pero ahora se veía de nuevo ataviado con la zamarra de cuero negro, estrella roja en la gorra y pistola al cinto. Siempre es ameno sentirse joven de nuevo, desde luego: notar cómo la energía vuelve a tus miembros y la resolución a tus pensamientos. Y en el imprevisto revival, seguramente cruzarían por la mente del anciano a oscuras jornadas de orgiástica violencia, el espíritu del frente, el olor de un mundo que se descompone bajo cuyo hedor, con todo, se adivina ya el aroma de radiantes amaneceres ––rojos, por supuesto–– Las palabras de Peces-Barba cambiaban las cosas: aquello ya no era un homenaje al hombre que había renunciado, sino al hombre que había preservado. De entre los presente, acaso alguno experimentó una incomoda sensación: la del «compañero de viaje» o, más exactamente, la de su grado inverso y superior, el «tonto útil»; esas figuras que en la retórica marxista-leninista han designado siempre al fulano que colabora transitoriamente con el movimiento, y también quien apoya a un sistema que no le beneficia. Carrillo tal vez recordaría a Lenin: ahorcaremos al burgués con la soga que él mismo nos vende.

Nada de todo eso trasciende en el discurso posterior de Carrillo. A alguno de los asistentes le llamó la atención que, tratándose de una fiesta sorpresa, el anciano comunista llevara su discurso preparado, pero los caminos del materialismo histórico siempre fueron inescrutables. Habló, por tanto, Carrillo. No habló, pues, de buenos y malos, pero tampoco era preciso: estaba claro quién era el bueno. Don Santiago, el hombre de Estado, borró de su mente la imagen del joven de zamarra negra y boina con estrella roja, se volvió a enfundar el traje burgués de la reconciliación y recordó a «todos los que nos hemos encontrado en la Transición y que hemos establecido relaciones de amistad y respeto muy sólidas a pesar de nuestras diferencias políticas». Rindió homenaje a todos los que dieron su vida por la causa de la libertad, fórmula que en boca de un comunista siempre resulta ambigua, pero que formalmente es inatacable. Elogió a Adolfo Suárez porque «fue decisivo para el restablecimiento de la democracia en España». Reclamó «capacidad política para saber defender la unidad del estado tratando también de satisfacer el lícito sentimiento de las nacionalidades que lo componen», en el más ortodoxo estilo de la España de las autonomías. Pero entonces…

Entonces fue cuando «Carrillo el Bueno», 90 años, agasajado como hombre de la reconciliación y de la España democrática, se volvió a poner la gorra con la estrella roja, la de la Junta de Defensa en el Madrid de 1936: «Siento un orgullo inmenso por haber defendido y militado en el Partido Comunista», declaró. «Sigo sintiéndome comunista y moriré comunista», prosiguió. «El homenaje que hoy se me rinde hoy es un homenaje al Partido Comunista de España», sentenció.

¿Un homenaje al Partido Comunista de España? Pues sí, evidentemente. Bien a pesar de muchos de los concurrentes en aquel festejo, que sin duda pensaban que la Historia se puede recrear a la conveniencia de una confortable cena burguesa, un homenaje a Carrillo sólo puede ser un homenaje al PCE. Al partido que creció a expensas de la bolchevización socialista durante la II República; al partido que cooperó en el acelerado desmantelamiento de cualquier atisbo de democracia en el régimen republicano. Al Partido que trasladó por sistema y sumisamente a España todas las directrices del carnicero Stalin. Al Partido que ejecutó alguno de los episodios represivos más truculentos de nuestra guerra civil. Al Partido que purgó inmisericorde, obedeciendo a Stalin, a los disidentes del POUM y a los anarquistas. Al Partido que tuvo todo el control del Frente Popular al calor de la guerra. Al Partido que, según denunciaron distinguidos líderes del PSOE, extendió sus ansias represivas a los propios socialistas. Al Partido que quemó a sus peones en el desesperado Madrid de 1939 mientras sus líderes se ponían a salvo. Al Partido que intentó después una descabellada invasión de España por los Pirineos. Al Partido que más tarde ordenó aniquilar a sus propios guerrilleros siguiendo órdenes de Moscú. A ese Partido. Y, en efecto, en el centro de todas estas cosas estaba Santiago Carrillo.

«Gracias, Santiago, ¡Felicidades!», decía el gran cartel diseñado por la mano de Peridis, que presidía el acto. Pero, gracias, ¿por qué exactamente? En la mesa de los faranduleros, los ánimos se agitaban en fervor revolucionario: Víctor Manuel, Juan Diego, José Sacristán, Joaquín Sabina, Almudena Grandes, Rosa León… Ellos sabían por qué dar las gracias.

Esa misma noche, en el escenario del homenaje, la vicepresidenta del Gobierno, Mª. Teresa Fernández De La Vega, socialista, hija de un alto cargo de la burocracia de Franco, anunciaba henchida de satisfacción que el Gobierno había mandado retirar la estatua ecuestre de Francisco Franco emplazada en los Nuevos Ministerios (construidos, por cierto, por el Caudillo), la última estatua de Franco en la capital de España. A medianoche, con escolta policial y sin aviso público, dos grúas del Ministerio de Fomento ejecutaban la tarea. Era el regalo de cumpleaños del Gobierno al anciano líder comunista.

¿Los buenos y los malos?
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09-07-11 09:52 #8328170 -> 8328161
Por:zarzeño54

RE: Santiago Carrillo Solares.
3

EL HIJO DEL SINDICALISTA


¿Alguien se ha preguntado alguna vez cómo sería Carrillo de niño? La pregunta parece casi cómica, pero la respuesta no deja de dar pistas sobre lo que iba a pasar después. Contar la infancia de Santiago Carrillo no es descubrir con enojo una etapa más o menos evitable en cualquier biografía. Al revés, en este caso la infancia de alguien descubre muchas veces su vida posterior.

La infancia de Santiago se llama Wenceslao, el nombre de su padre: Wenceslao Carrillo Alonso, obrero fundidor y sindicalista de la UGT, un militante.

Wenceslao nace en 1889. España estaba comenzando a vivir las convulsiones de la revolución industrial que ya habían sacudido a Europa y que en nuestra patria sólo habían comenzado a arreciar con fuerza. El joven Wenceslao aprende un oficio: metalúrgico. Con él entra a trabajar en la fábrica de Orueta, en Gijón: como sus padres y tíos. Wenceslao, un joven de catorce años, tiene conciencia social y el problema obrero no le es indiferente. Para un hombre de estas características, en aquel momento, sólo hay tres opciones: el sindicalismo católico, todavía demasiado dependiente de las organizaciones patronales; el anarquismo, la fuerza obrera mayoritaria, poderosa sobre todo en Andalucía y Cataluña; y la socialista UGT, de carácter marxista, recién fundada entonces ––1888–– por Pablo Iglesias y Antonio García Quejido. Wenceslao opta por la UGT.

La carrera de Wenceslao es meteórica. Afiliado a la UGT en 1903, al siguiente año ingresa en las Juventudes Socialistas de España (JJSS), que acaba de fundar Tomás Meabe en Erandio. Y en 1905, ya es también militante del PSOE. Las tres organizaciones ––PSOE, JJSS y UGT–– eran hermanas, pero sólo los más comprometidos de entre sus filas pertenecían a las tres a la vez. Wenceslao, por tanto, no es sólo un obrero con conciencia sindical: es también y sobre todo un activista político, y en la política encuentra el sentido de su vida.

El movimiento socialista representaba a Marx contra Bakunin; pero en el movimiento obrero español arraigó más el segundo que el primero. No es hasta 1905 cuando los socialistas obtienen tres concejales por Madrid: entre ellos, Pablo Iglesias y, ya, Largo Caballero. Después, en las elecciones de 1909, a las que compareció en conjunción con los republicanos, consigue un diputado: el propio Pablo Iglesias.

El PSOE nunca fue un partido moderado: su programa era ––y lo seguiría siendo–– la toma del poder y la implantación del socialismo, incluida la dictadura del proletariado. En 1909 los socialistas participaron en la violentísima Semana Trágica de Barcelona: 120 muertos, más de 500 heridos graves, 112 edificios completamente destruidos por el fuego. Del mismo modo, desde el Parlamento, el flamante diputado Iglesias prodiga las soflamas. Así en la sesión del 7 de julio de 1910: «El Partido que aquí yo represento aspira a concluir los antagonismos sociales… Esta aspiración lleva consigo la supresión de la magistratura, la supresión de la Iglesia, la supresión del Ejército… Este partido está en la legalidad mientras la legalidad le permita adquirir lo que necesita; fuera de la legalidad, cuando ella no le permita realizar sus aspiraciones»

La exaltación revolucionaria de Pablo Iglesias le lleva a amenazar de muerte al presidente del Gobierno, Antonio Maura: «Tal ha sido la indignación por la política del gobierno presidido por el Sr. Maura en los elementos proletarios que nosotros (…) hemos llegado al extremo de considerar que antes que Su Señoría suba al poder debemos ir hasta el atentado personal. Instado por Maura a retirar sus palabras, Iglesia se reafirma: Citaba esto para demostrar el estado anímico no mío solamente, sino de las fuerzas que yo represento, y para que no se creyera que fuera del Parlamento no tenía la sinceridad de decirlo aquí.» Quince días más tarde, el simpatizante socialista, Manuel Posa, de dieciocho años, disparó tres tiros contra Maura, que resultó gravemente herido.

Mientras su líder brama desde las Cortes, los militantes socialistas actúan en las fábricas y en las calles. Su método de acción: las huelgas, Wenceslao participa en muchas de ellas. Entre 1910-1917 es detenido varias veces. El movimiento huelguista en España se había convertido en un auténtico flagelo. La socialista UGT y la anarquista CNT habían llegado a trazar acuerdos de acción que alcanzan su punto álgido en la huelga revolucionaria de 1917, eco de la revolución soviética. El tono del PSOE es el de un partido revolucionario radical que considera la violencia como instrumento apto para conquistar el poder. Es verdad que el PSOE no entrará en la III Internacional, la de Lenin, a pesar de iniciales tanteos: los que se escinden entre 1920 y 1921 para dar nacimiento al Partido Comunista de España (a la sombra, por cierto, de uno de los fundadores de la UGT) Pero todavía, en 1921, Pablo Iglesias, durante el VI Congreso del PSOE, en Gijón, proclama: «Queremos la muerte de la Iglesia (…) para ello educamos a los hombres y así les quitamos la conciencia (…) No combatimos a los frailes para encumbrar a los curas. Nada de medias tintas, queremos que desaparezcan los unos y los otros» (Lo cita Luis Gómez Llorente: «Aproximación a la historia del socialismo español hasta 1921», Cuadernos para el diálogo, Madrid, 1972, p. 169)

Esto era el PSOE y éste el partido de Wenceslao. Cuando la revolución de 1917, nuestro hombre era secretario del sindicato metalúrgico asturiano, fue detenido, obviamente. Su captor, un oficial de la tierra, también asturiano, bromea cruelmente con el detenido y la de dos opciones: o se colgado por los pies, o por la cabeza. Ese oficial era el futuro general Miaja, que presidirá la Junta de Defensa de Madrid en 1936. A todo esto, nuestro hombre, entre huelga y huelga, encuentra tiempo para casarse con una señorita, costurera, de rango social algo más aliviada que la suya: hija de un contable. Tendrán siete hijos. Dos morirán siendo niños: Roberto, de viruela, y Margarita, de meningitis. Sobrevivirán cinco: Blanca, José Luis, Roberto ––otro Roberto–– Nora y Santiago.

La vida de un líder sindical en aquel momento no era precisamente desahogada. Carrillo recuerda su infancia como una combinación de estrecheces y miedo: estrecheces por la falta de dinero, miedo por el temor a que Wensceslao fuera de nuevo detenido. También recuerda, y esto es significativo, los comentarios familiares sobre los propios males del movimiento proletario: el día en que un camarada, amigo de la familia fue muerto a tiros por unos pistoleros anarquistas; asimismo, el día en que alguno se marcharon de la casa común socialista para fundar el Partido Comunista.

Todo cambia en la familia Carrillo Solares cuando llegó la dictadura de D. Miguel Primo De Rivera, que para el socialismo español fue un auténtico bálsamo. A pesar de su trayectoria, el PSOE encuentra en la dictadura militar de 1923 una buena oportunidad para desbancar a los anarquistas de la CNT, sus rivales en el mundo sindical. De este modo los socialistas, a propuesta de D. Miguel, entraron en diferentes organismos oficiales del régimen: el Consejo de Estado, el Consejo Interventor de Cuentas, el Consejo de Trabajo, los comités paritarios, etc. Largo Caballero, que había apoyado la experiencia revolucionaria de 1917, defendía ahora la colaboración con la dictadura: «La transición de un régimen a otro se está realizan de modo imperceptible a medida que los trabajadores elevan su inteligencia y la burguesía va declinando», decía. Y también: «Ha pasado el tiempo de la acción directa»

El nuevo paisaje abre posibilidades para todos, también para Wenceslao, militante de relieve en el PSOE y en la UGT, que se ve catapultado a la dirección del Partido y entra a formar parte de la redacción de El Socialista. La familia Carrillo se traslada a Madrid. Después de dar algunos tumbos, halla un apartamento en el Paseo de la Dirección, en la popular barriada de Cuatro Caminos. Santiago, ocho años, comienza a asistir a una escuela singular: el Grupo Escolar Cervantes, vinculado al espíritu de la Educación Libre de Enseñanza.

Y aquí, en este nuevo ambiente escolar del pequeño Santiago, nos detenemos, porque en las lecturas del Colegio Cervantes fue donde, según el mismo Carrillo, nuestro protagonista hizo un descubrimiento decisivo: la novela Los miserables de Víctor Hugo y un infante héroe, el pequeño revolucionario Gavroche.
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26-07-11 23:10 #8437136 -> 8328170
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Borrado por su Autor.
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26-07-11 23:13 #8437154 -> 8437136
Por:zarzeño54

RE: Santiago Carrillo Solares.
Dice en 1800 Nicolás de Azara: "Lloro únicamente los males de mi Patria, la que teniendo tanta proporción para ser feliz está reducida al estado más miserable y a representar el último papel en la Europa, y a ser quasi ignominia el nombre español. Todo por ignorancia, avaricia, intriga, libertinaje de los que están a la cabeza del Gobierno, que sacrificarían diez Españas al menor interés personal. Ni creo que pueda suceder diferentemente porque los buenos huyen los empleos, o los apartan de ellos no simpatizando con las máximas corrientes; y los que se buscan para ocuparlos son homogéneos a ellos, o se hacen presto a sus mañas...". Recordamos que Azara (Memorias) escribía como diplomático del ya renqueante Imperio mangoneado por Godoy y su concubina, Mª Luisa de Parma que, además, casualmente era la reina de las todavía Españas.

No es momento para el cotejo histórico y político general entre aquel tiempo y éste, pero no me negarán ustedes que esas líneas cobran una actualidad inquietante, tanto por el panorama de conjunto de nuestro país, como por algún lance concreto de este Patio de Monipodio en que se desenvuelve la actividad política. Y pongamos que hablo de Álvarez-Cascos, de cuya peripecia sólo sabemos las explicaciones que él mismo ha ofrecido y las nulas que han dado en la Calle Génova, amén de alguna declaración de prepotencia de la guachafita propuesta, despistada pero amparada y designada por los gloriosos dedos del Sr. Gabino, el Sr. Ovidio y el Sr. Mariano: un mundo digital, vaya. Aunque tampoco hayan faltado pases de facturas al cobro de antiguos damnificados –dicen– por el mismo Álvarez-Cascos. Son entresijos partidarios cuya veracidad –o no– interesan muy poco a los ciudadanos, y a éste que firma, nada en absoluto.

Pero para un observador sin más interés que el general de nuestro país, por encima de los de esta o aquella región, se extraen varias conclusiones, a cual más lamentable: la transposición de la división autonómica a las estructuras de los partidos principales (PSOE, PP, IU), que debieran ser "nacionales", ha cristalizado y se ha consolidado a expensas de la unidad y hasta de la lógica , con la inestimable ayuda de los caciques locales, que disputan el poder a "Madrid", y no sólo en Cataluña o Vascongadas, toda España está gangrenada por el espíritu autonómico; ante la posibilidad de perder coimas y mamandurrias de años, no vacilan en sacrificar los objetivos generales, arriesgándose y arriesgándonos a que en Asturias se renueve el triunfo socialista; Mariano Rajoy abusa del sentido de la responsabilidad de sus votantes, chantajeándoles con la perduración del PSOE (¿se han preguntado alguna vez cuánta gente se quedó en casa en 2008 porque no les convencía el candidato del PP con tanta tibieza? He ahí una materia de reflexión para las encuestas de Arriola).

Y hay más: la opinión de afiliados y votantes importa una higa a quienes deciden en los despachos, cosa que ya sabíamos, pero siempre resulta incómodo que nos lo recuerden; por enésima vez se proclama a voces la idea –al anunciar Cascos que puede presentar otra candidatura– de que los votos son propiedad del partido beneficiado con ellos y, por tanto, la deslealtad del disidente gruñón "quitaría" sufragios al PP, como si fueran suyos; de la deslealtad de los dirigentes cercanos o lejanos hacia sus bases no se dice una palabra, ni en los medios de comunicación afines (por ejemplo, la edificante imagen del PP de Gijón apoyando la beatificación localista y cateta de Santiago Carrillo: ¿era el cromo que cambiaban para nombrar a Rodrigo Rato no sé qué bobada de oropeles, o lo hacían gratis, para ser "simpáticos", "el partido pa’ ayudar"?).

Nadie en su sano juicio duda que hay políticos serios, honrados y trabajadores –compartamos o no todas sus opiniones y actos– en la diestra (conozco a unos cuantos, a quienes no mencionaré nominalmente para no ser tachado de caer en lisonjas) y hasta en la siniestra, aunque poquitos y bien arrinconados, pero ésa no es la cuestión. El problema es que el triunfalismo de creerse las encuestas –y por tanto despreciar apoyos que no sean perrunos– puede jugar una malísima pasada a Mariano Rajoy y, por ende, a todos nosotros. En 2008, en esta misma página digital pedíamos el voto para el PP, pese a las insuficiencias –a nuestro juicio– de su líder actual, porque la lealtad hacia nosotros mismos así lo exigía, pero Dios nos libre de repetir tan microscópico y poco importante regalo. Y votemos lo que votemos. Queremos salir del túnel de una vez, no seguir lamentándonos con el mal menor.

Nota bene: Sugiero al amable lector que busque en DRAE la definición de zorrocloco.
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