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Barcarrota - Badajoz

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07-06-10 23:59 #5491419
Por:Antonio Corbacho

Pesadilla en Moncloa Street
Se había quedado dormido en el sofá gris de su despacho, derrumbado por el cansancio físico que le invade de un tiempo a esta parte y al que se suman el desconcierto y la depresión que asoman por el rostro del presidente del Gobierno, quien ha perdido a la par de su buena estrella la sonrisa y los hoyuelos del optimismo antropológico en favor de una mueca hostil. La máscara rígida con la que escuchó, uno a uno y sin pestañear, los improperios que contra su persona y Gobierno fue recibiendo desde la tribuna de oradores del Congreso de los Diputados por boca de todos los dirigentes de la oposición, sin excepción. Aunque alguno de ellos, por su interés electoral y después de llamarlo “cadáver político” depositó a título de limosna una moneda de abstención en la escudilla de pedigüeño que Zapatero había puesto en la barandilla del banco azul acompañada de un cartelito que decía “limosna para el futuro de España”. Naturalmente, fue un democristiano, como Duran i Lleida, quien ayudó al pobre gobernante español como un rico socorre, para ganarse el cielo, a un mendigo echando un céntimo en el cazo y amonestándole con un: “hay que ponerse a trabajar”.
Dios se lo pague, hermano, parece murmuró entre dientes Zapatero, mientras a las vicepresidentas del Gobierno, María Teresa y Elena, les resbalaban por las mejillas dos lágrimas como dos soles encendidos, escapados de esa “conjunción planetaria” que la niña Pajín nos anunció para estas fechas, y que está resultando el preámbulo del fin del mundo para el conjunto de los mortales que habitan el suelo español. Ahora, en España, estamos inmersos en un continuo cuento de terror como el que Ángela Merkel contó a nuestro presidente durante la cumbre de Bruselas de aquellos “horríbilis” primeros días de mayo: “o te pones las pilas, José Luís, o te echamos del euro en compañía del griego”.
Zapatero al principio se lo tomó a broma y cuando el pequeño Nicolás Sarkozy se percató que el español no había cogido el mensaje telefoneó a Obama y le pidió que le leyera la cartilla: llámale tu, Barak, a ver si te hace caso. Fue entonces cuando Zapatero empezó a comprender lo que pasaba: el tío Sam le advirtió que sus servicios de inteligencia habían detectado que el hombre rico del saco de Wall Street se había llevado la mitad del Partenón de Atenas, y estaba dando órdenes a la aviación de fondos especuladores de poner rumbo al Palacio Real de Madrid. Así fue como Zapatero se dio cuenta de la gravedad de la situación, y en menos de veinticuatro horas cambió el discurso y se puso manos a la obra, cortando por aquí y por allá sin pararse en barras de pensionistas ni funcionarios, y mirando fijamente y con los ojos inyectados en sangre a la pareja del frente sindical, Méndez y Totxo, a los que tiene sumidos en el mayor de los dilemas: o se hacen el harakiri ante sus bases, con los pantalones en los tobillos; o se lanzan a una huelga general que podría llevarlos al principio del fin de su carrera sindical.
Las cadenciosas campanadas del reloj de pared del salón de embajadores de la Moncloa dieron las tres de la madrugada y Zapatero se despertó sudoroso y entre sueños tendido en el famoso sofá gris donde se había echado un rato para no despertar a Sonsoles y a las niñas, porque bastante tienen las pobres con la que está cayendo. En medio de la penumbra el presidente soltó un grito de espanto porque sus manos estaban atadas a unas enormes tijeras, con las que había estado cortando el gasto social sin parar a lo largo de un tormentoso sueño. En una abrir y cerrar de ojos se habían mezclado en su subconsciente las alegres correrías de Bambi por el bosque animado de Disney y la extraña versión de una película de terror, a mitad de camino entre “Pesadilla en Elm Street”, con Freddy Krueger y ”Eduardo Manostijeras” con Johnny Depp. Pepiño Blanco, que sabedor del estado de ánimo del presidente montaba guardia en una sala contigua al despacho del jefe, entró en la habitación como una exhalación y tranquilizó a Zapatero. “No pasa nada, ha sido una pesadilla, mírate las manos, lo ves, todo es normal. Anda sube a tu cuarto y descansa un poco que yo me quedo hasta el cierre de Wall Street”.
Una vez que Zapatero aceptó regresar a su piso residencial de Moncloa, Pepiño se sentó en su sillón, puso los pies sobre la mesa -como Aznar en compañía de Bush- lo birló un cohíba a Zapatero, lo encendió y empezó a hacer roscos de humo. Entonces cogió el móvil y llamó con un tono de voz entre divertido y sensual: “cariño, ¿no te habré despertado? ¿Sabes dónde estoy sentado? Pues en el sillón presidencial, me estoy entrenando porque éste no aguanta y el día menos pensado nos anuncia que se va, y entonces llegará mi oportunidad. ¿Quién si no?”.
Pepiño estaba encantado y se veía en la Casa Blanca departiendo con Obama en el despacho oval cuando llamó a la puerta un escolta de seguridad: “señor ministro, hay luz y se oyen voces en la bodeguiya”. Pepiño dio un respingo, se temía lo peor, sabía que González tenía acceso a esas dependencias de Moncloa por el túnel secreto que le habilitó Zapatero como regalo tras su llegada al poder y que Felipe usa para sus fiestas privadas y conspirar. Se acercaron lentamente y los vio a todos, los conspiradores de fuera y dentro del Gobierno. Allí estaban en torno a una mesa presidida por González, los tres traidores del Gabinete, Cháves, Rubalcaba y Gabilondo, y la vieja guardia, Sochaga, Solana, Almunia, Iñaki Gabilondo y Juan Luis Cebrián. No se oía bien lo que decían pero Pepiño escuchó algo así: “el problema no es solo echarlo de la presidencia, porque si nos presentamos juntos y le decimos José Luís te tienes que ir, este se va con el rabo entre las piernas y sin rechistar. Lo difícil es encontrar alguien que se atreva en las actuales circunstancias a ocupar el sitio”. Y González preguntó “¿hay alguien aquí?” Un largo silencio inundó la bodeguilla y a Pepiño que estaba con la oreja pegada a la puerta le entraron ganas de interrumpir al grito de “¡yo sí me atrevo!”. Pero no se movió, se retiró poco a poco hacia el edificio principal de la Moncloa meditando la gravedad de la situación y diciéndose para sus adentros: “¡esto es el final!”.
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