Cangas de Onis-Libro de poemas Dedicado a Israel Rodríguez y a la familia Cantora de Cangas de Onís Rozó el claro firmamento. Rozó el claro firmamento en su preciosa alazana la luz del sol, de mañana, sobre las alas del viento. Y hielo tornó su aliento entre montes y caminos, sobre arroyos cristalinos que, tejiendo sus espumas, forman torrentes de brumas, junto a los riscos vecinos. Y, obrando su raro hechizo, al ver del rayo el reflejo, mudó su brillo en bermejo la claridad del granizo. Y la neblina deshizo los cristales de la helada, la blancura en la nevada, las escarchas y los hielos que, esparcidos en los suelos, aguardaban la alborada. Que, libre ya la maleza de sus angostas prisiones, mira las altas mansiones de la aurora y su belleza. Pues dulce se despereza, entre la densa neblina, la luz del sol coralina que, reclamando el reposo, ve del campo quejumbroso la hermosura repentina. Y es que en sus altos castillos quiere mirarse en torrentes, en las cristalinas fuentes, en los arroyos sencillos. Y en ellos fija sus brillos. para, luego, con apuro, venciendo el silencio oscuro, derramándose, temprana, al ceder a la mañana perder ese color puro. Mientras tanto, en el Auseva, ve la Santa el agua clara, como si no se agotara, su llama desde la cueva. Y, cuando de nuevo nieva, admira el oscuro cielo, el color del blanco suelo, que en las horas invernales va cubriendo los cordales y acallando al arroyuelo. Soneto I El aire helado sienten los Urrieles y besa en el invierno la espesura, cubriendo prados con la nieve pura, si más colores dan a sus pinceles. La aurora deja libres los corceles que vuelan los azules de la altura, y luz son en el aire, con bravura, las crines luminosas pero fieles. El sueño es, de mañana, más ufano, más dulce, si susurra alegre el Sella, que llega de Sajambre sin apuro. Acaso es el recuerdo del verano el que suspira débil una estrella que el cielo sabe ya menos oscuro. Soneto II La voz de Covadonga en el Auseva no hallaron los arroyos cristalinos, sino donde el Chorrón los vio vecinos del monasterio bello y de la cueva. El viejo parador de Villanueva pudieron encontrar los peregrinos, y verdes en los campos y caminos, reflejo de la tarde cuando llueva. El brillo, de mañana, es el sol mismo, si quiere saludar con su destello hayedos silenciosos, robledales. El Sella que, llegado del abismo del gran desfiladero de los Beyos, refleja cielos grises y otoñales. Soneto III La luz quebró el color de la alborada que luce y se refleja sobre el Sella, mostrando temblorosa alguna estrella, en su corriente alegre, alborotada. La bruma a la mañana ya cuajada el oro roba y grita, siempre bella, en esos valles verdes la centella que alumbra sobre montes de nevada. Despierta la luz noches otoñales que nacen al fulgor del nuevo día, no lejos del sonido que murmura. La aurora peregrina a los cordales y deja galopar la brisa fría, oyendo el murmurar del agua pura. Soneto IV Tendrá Cangas de Onís más hermosura cuando la magia llegue del hechizo que quieren los inviernos en granizo y son en las montañas nieve pura. Será, al romper la sombra más oscura, cuando del alba el brillo primerizo, en hielo se refleje y cada rizo descubra en sus espejos su figura. También de las montañas el dibujo se admira, y Covadonga en los altares que esconde con su manto cada bruma. Asturias vive llena del embrujo del vuelo de la espuma de los mares, refugio de la magia de la espuma. Soneto V Las sierras agitó entre la enriscada, el viento, pues, al tiempo que gemía, cristal sobre el granizo que dormía, más densa hizo la luz en la nevada. Y el lago Enol, halló la madrugada cuajada por la luz que se encendía, y el alba sospechó, donde lucía, el brillo que miró sobre la helada. Los Picos que acarician esos cielo las cumbres alzan, bajo el hielo puro, y espejos son del alba ante la altura. Orandi vio correr los arroyuelos de sur a norte, nunca con apuro, buscando la morada más oscura. Cangas de Onís Perderse, solitario, de mañana, como hace el peregrino por los montes; dejarse conducir por los senderos minúsculos que cruzan las aldeas; buscar, tras la fatiga, nuevas fuentes, y refrescar la sed del caminante; amar cada rincón, en el camino, y hablar con los labriegos de la zona… Incluso en el verano es fascinante correr por los villorrios, las comarcas, y ver el verde en todos los lugares: los prados, la arboleda, los rincones que habitan, todavía, gentes buenas, sencillas como el medio en el que viven, humildes pero dignas, que, si, pobres, defienden diariamente su trabajo. Soneto VI La luz del sol, si luce en la invernada, no llega a Cangas pronto con sus velos, temiendo las escarchas y los hielos que fraguan en la cumbre insospechada. No suele el resplandor de la alborada en sus corceles, libre por los cielos, sus llamas derramar sobre los suelos si cierran los cordales la quebrada. Parece la ciudad ser más sombría guardada por los montes silenciosos que cubren la mañana triste y fría. Pronuncia sus bostezos perezosos el alba, al regresar con alegría, bañada por sus oros luminosos. Soneto VII Más claro fue que el cielo a la alborada el brillo de la aurora, que, bermejo, pudiera parecer el claro espejo que dejan las escarchas con la helada. Más claro que la nieve en la invernada mostró su luz, mostró su alto reflejo, que no luz propia, porque al astro viejo se cuenta que esa vez le fue robada. Hermosos en el campo, a la mañana, dichosos los riachuelos, sin abrigo, dorados los hallé, bellos y claros. Lució con su color la hora temprana y el sol Cangas halló por buen amigo, que no quiso a su luz poner reparos. Soneto VIII Las sierras que despiertan con el día y admiran de la aurora su concierto el Sella critalino, ya despierto, bajo ese rayo halló mientras lucía. Y, viendo como el fuego se encendía, su luz halló belleza en cada huerto, en cada paso acaso, en cada puerto lejano, donde hay nieves todavía. El hontanar calizo halló su vista, y, hallando su belleza se hizo muda la voz entre sus labios apagados. Fue todo un sueño frágil quimerista que alzó la luz sin tino allí desnuda, en cielos que se duermen, hechizados. Soneto IX Las hojas arrancó el invierno bello y fueron en el barro del camino el oro que da paso mortecino, al brillo del ocaso en un destello. Aquel color manchado tuvo el sello de negras humedades donde, fino, un hilo de color se hace divino, por más que quiera el cieno ser plebeyo. No hallaron más color en los manzanos los próceres de vientos luminosos después de la llegada del invierno. Sobre los valles verdes y lejanos veréis, en Cangas, brillos misteriosos y el oro en la maleza sin gobierno. Soneto X Los níscalos halló, con un bostezo, la llama de la aurora que nacía, crecidos desde aquella tarde fría que paso dio a la noche con su rezo. Nacieron de la hierba sin tropiezo, saliendo de la tierra más bravía, acaso como un parto que la hería, no lejos del hayedo y el cerezo. Salieron lentamente, sin apuro, heridos, doloridos, fatigados, queriendo respirar el aire puro. Allí los hallaréis, tristes, callados, ocultos junto al árbol inseguro, no lejos del Enol, pero cansados. Soneto XI Las nieves derramó la voz del viento y el cielo quiso oscuro y silencioso, los suelos, con granizo generoso, manchado del pincel más avariento. Y, un lienzo fue llenando de contento el blanco del portal más luminoso: aquel amanecer, si más hermoso, más claro, ya que no más ceniciento. Y, viéndose desnudos los cordales del manto de las sábanas heladas, envidias albergaron, resentidos. Llegó el invierno y lleno de corales murió el ocaso, donde las majadas creyeron al arroyo enmudecido. Soneto XII Robó, fiel a la aurora, su dibujo la llama del crepúsculo lejano, ya tarde, pues temprano es el verano que mezcla su color a tanto embrujo. El oro de sus llamas, puro lujo, reflejo del otoño en el manzano, el aire tiñó alegre pero vano y a sombras solamente se condujo. Serena la montaña despejada, los huertos coronados del rocío que llenará jazmines a deshora, El alba aguarda, sobre la nevada, a hacer de nuevo suyo el señorío y a Abamia llega el rayo, sin demora. Los Picos de Europa El brillo silencioso que trajo la alborada corrió tras los cristales, y, lleno de oro bello, el cielo claro, la luz dejó volar, cruzar espacios, por esos bosques pardos y vencidos, donde dejar un hilo de esperanza. La brisa derramó sus gracias infinitas en valles apartados, y, pura y blanquecina, la nevada sus sábanas bordó, cayó entre robles, que, heridos del aliento del otoño, miraban los bermejos en el aire. Las sierras levantaron siluetas recortadas frente a los horizontes, y, ardiente y repentino, el aire fresco imperios alcanzó, quebró la sombra, alzando, ante los valles, los corales que suele el sol radiante que bosteza. La alborada en Pome Dejó el sol dorados brillos donde, encendida ya el alba, quiebra la noche en silencio y abre a la luz la ventana, cuando, en el bosque de Pome, corre, entre brisas calladas, los otoños repitiendo, el aliento de la helada, las hojas viendo, caedizas, donde viven, soberanas, entre fuentes y rumores, las más cristalinas aguas, que, con calladas espumas, de los altos montes saltan, y que buscan, en su salto, formar mayores cascadas. Es lugar donde unas veces los peregrinos descansan, si en los senderos se pierden por conocer la montaña, que bien conocen pastores que tienen aquí las brañas, pues no faltan buenos pastos que alimenten a sus vacas, mientras suena el caramillo, mientras otro alegre canta, mientras con formas humildes se divierten y trabajan, llegado el verano bello, que es hermosa temporada, estando los vendavales y las nevadas lejanas. Y, como un suspiro al aire de una dama enamorada, como un grano de granizo, recoge mi pluma el alba, si en breves notas, en breves (para que no sean tan largas y, a fuerza de prolongarse, acaben por ser pesadas), pues elogios van tejiendo del pastor, de la montaña, de los cielos y la aurora, aunque en otoño más brava, no siendo en día de lluvias, que, entre gentes asturianas, es común, como la niebla que el brillo cubre del alba. Soneto XIII Esquiva fue al otoño la blancura del alba que, luciente, a la mañana, primero en los jardines soberana humilde se vio al fin, sin su frescura. Gozaba del color en la espesura que más brillo le dio, siendo temprana, no lejos del Auseva que, lozana, la vio donde marchita su hermosura. Clemente será el filo de la helada que arranque lo que queda de belleza de aquella flor que otrora fue luciente. Disputan ya, si corre la alborada, las brisas ese pétalo que reza y del que la fragancia brota ardiente. Soneto XIV Auroras que alumbrasen el platero que bosques llena, prados olvidados, pidió el castaño, donde, ya dorados, murieron los helechos del sendero. Mañanas prematuras el viajero acaso reclamó, donde, cansados, los hielos se amontonan, olvidados, dificultando el paso al más ligero. Camino de la aurora que nacía temiendo a cada paso que el granizo la escarcha en el Enol mira los cielos. Se vuelve la vereda allí más fría, pero es también más raro el raro hechizo que trae la luz que prenden los deshielos. Soneto XV Poblando fue la escarcha los caminos dejados de la fe de los amantes donde los vientos corren inconstantes los viejos robledales mortecinos. Mas pudo hallar la luz los cristalinos que cantan en las vegas y, brillantes, se vuelven a su antojo delirantes, destellos de una aurora repentinos. Las nieves se desatan, mas del cielo, las nuevas nieves caen de las alturas para mostrar su imperio sobre el mundo. Y duerme Covadonga en luz y hielo, y lluvias y granizo en las alturas se lanzan con el alba a lo profundo. Soneto XVI Las aguas del arroyo cristalino que, frescas, dejó libres el deshielo cruzar quiso la luz del alto cielo y darle mayor brillo a su camino. No fueron sus torrentes desatino ni sus espumas fueron desconsuelo, al verlas sueltas donde fueron hielo, alegres al correr a otro destino. Si acaso, más hermosas, más lucientes ardieron a la vera del Auseva, tan clara y reposada como el río. Mas pronto en el invierno otra nevada Sus blancos borrará el agua que llueva para atacar su imperio helado y frío. Murmuró la madrugada Murmuró la madrugada los rumores del silencio, las escarchas desatando de los reinos de los hielos, cuando, perezosa el alba, volar dejó sus overos por las bóvedas dormidas del temprano firmamento. Despertó así la neblina, y, alzando sus claros velos, voló con gracia a la brisa, voló con gracia en el viento, desatando su pureza sobre los robles más viejos de los bosques de la zona, rendidos al duro invierno. Y así llegó el peregrino, cansado, triste, sediento, como lo está el moribundo al caminar el desierto, los dorados de la aurora admiró en el blanco lienzo de las nieblas más espesas que cubrieron los robledos. Y escuchó, como el curioso, lo que la brisa y el viento con sus rumores esconden, como cómplices discretos, si es que no quieren que nadie oiga los cantos amenos de las voces que se escuchan en el aire más ligero: "No quiera el amor olvido para quien quiere, sincero, ofrecer, en Covadonga, su amor a su amor primero, porque sabe la Santina que, dueña del pensamiento eres de este que se rinde en tus brazos prisionero. Así llegará septiembre, cuando, pasado el invierno, cuando ya la primavera, cuando ya el verano bello, y verás que en Covadonga un ramo de palma entrego por el amor de tus ojos y el milagro de su pecho". Soneto XVII Peinaron las espumas los beleños trigueños de la aurora cuando, airada, dejaste aquellos prados, la majada, buscando otros jardines más pequeños. El viento desataron de sus sueños la furia y la pasión desenfrenada allí donde, revuelta, enmarañada, cedió, sumisa al fin, a sus empeños. Salvaje por los valles como fiera, indómita y valiente ante la altura, valieron pues las fuentes por espejo. Más bella en la montaña la bravura, más fuerte, menos frágil, más ligera llegó hasta la Santina entre oro viejo. Soneto XVIII No quiera, con la luz de la mañana, el oro en las alturas, si amanece, robar ese color, cuando aparece la gracia y la belleza más ufana. Que luzca el sol a la hora más temprana y no robe el color que languidece en ese labio oscuro que se ofrece delante de la cueva, con desgana. Que luzca el estandarte de hermosura y encienda su belleza para el arte que admira la basílica sagrada. Luciente la verán, desde la altura, sabiendo clara luz por estandarte, si sueña la Santina engalanada. Soneto XIX Se sienten donde está el Puente Romano, las aguas que, al cruzar desfiladeros, la luz escasa hallaron en senderos agrestes, desde el monte más lejano. Y, al fin, en las colinas y en el llano, tal vez como murmullos noticieros, descubren de la aurora los luceros, rumores que barruntan el verano. El brillo enseñan rápidas corrientes nacidas en paisajes apartados, del hielo del granizo y la nevada, jugando con overos relucientes, que corren, por el aire, apresurados, anuncio de la voz de la alborada. Soneto XX El halo de hermosura en la mirada que el tejo reflejó, siempre ligero, sospecho en el color más lisonjero, que enseña la pureza de la helada. Y vuelve, como siempre, la alborada y el brillo hace ese dolmen prisionero del sol que corre, alegre caballero mostrando tanta luz alborotada. El viento lo saluda del verano, hermano del invierno y de la calma que campa cada nueva primavera. Y todo es en Abamia más lozano y en ellos arde el sol, dándote el alma, si su alma es de tus ojos prisionera. Soneto XXI Las puertas arrancó la madrugada que vino, repentina y a deshora, para dejar pasar la nueva aurora en medio de la noche más cerrada. Y Cangas vio su luz alborotada, Aquella luz que, acaso cegadora, el viento corre, nunca con demora, trayendo nuevamente la alborada. Los pórticos rompió, que, en la penumbra, el reino de la noche custodiaron donde una estrella triste sola alumbra. Quebró la altura y despertó del cielo los rayos que a tu paso levantaron la llama de tus lumbres sobre el suelo. Soneto XXII El hielo dio más luz desde el baluarte de un bosque de coral, mar decidido, daga fatal, palabra en el olvido que al alba dio en tributo un estandarte. La luz del sol cruzó de parte a parte, cuando en la cueva oscura, sin sentido, con júbilo, entregaron al olvido, las sombras los vestigios para el arte. No pudo sospechar que en esa guerra ganara en la batalla una alborada que el valle custodió y el monte helado: El Buxu duerme en Cardes y la sierra se deja cautivar por la nevada, en un invierno casi destronado. Soneto XXIII Del hielo dirás bella la blancura, si, blancas, coronando los pinceles, de nieves blancas cubren los Urrieles sobre su manto azul, cuando se apura. Del cielo me dirás que la dulzura dibuja con los raros cascabeles, si el alba llega, porque, siempre crueles, sus filos hieren en la sombra oscura. Del bosque insistirás en la arboleda que cierra a la mirada los espacios, frondoso, silencioso, acaso umbrío. De la llanura acaso la vereda querrás hacer valer más que topacios, mirando el sol, que luce nuevo brío. Soneto XXIV No quieras despertarme del hechizo que cierra entre sus manos la mañana ni quieras arrancarme, con desgana, del beso silencioso del granizo. Lo quiero donde el hielo se deshizo, dejado de la brisa más lozana también donde la sierra alza, lejana, la nieve por cabello en cada rizo. Que rompa el viento raros estandartes y el hielo los entierre en sus rincones, dejándome en el sueño silencioso. Podrá el invierno gris con raras artes fingir sábanas blancas por blasones, cubriendo el llano verde y espacioso Soneto XXV Las sierras encendidas que vistieron las nieves blanquecinas de la altura Orandi descubrió, y, en su figura, las rosas de su fuego las tiñeron. Los rayos luminosos las hirieron, saliendo al horizonte, donde, oscura, la senda iba avanzando y la espesura bastión fue de las sombras que no huyeron. También vino la luz a la ventana, la sombra en sábanas hermosas, la imagen de la Virgen protegía. Las sierras vio, tu ombligo, la mañana, sus curvas, las colinas más hermosas, el bosque en el otoño derrotado. 2011 © José Ramón Muñiz Álvarez "Las nieves y el granizo en lo lejano" “La luz quebró el color de la alborada” TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS |