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Cangas de Onís - Asturias

Poblacion:
España > Asturias > Cangas de Onís
05-05-12 20:32 #10015823
Por:jrma1987

Cangas de Onis-Libro de poemas
Dedicado a Israel Rodríguez y a la familia Cantora de Cangas de Onís

Rozó el claro firmamento.

Rozó el claro firmamento
en su preciosa alazana
la luz del sol, de mañana,
sobre las alas del viento.
Y hielo tornó su aliento
entre montes y caminos,
sobre arroyos cristalinos
que, tejiendo sus espumas,
forman torrentes de brumas,
junto a los riscos vecinos.
Y, obrando su raro hechizo,
al ver del rayo el reflejo,
mudó su brillo en bermejo
la claridad del granizo.
Y la neblina deshizo
los cristales de la helada,
la blancura en la nevada,
las escarchas y los hielos
que, esparcidos en los suelos,
aguardaban la alborada.
Que, libre ya la maleza
de sus angostas prisiones,
mira las altas mansiones
de la aurora y su belleza.
Pues dulce se despereza,
entre la densa neblina,
la luz del sol coralina
que, reclamando el reposo,
ve del campo quejumbroso
la hermosura repentina.
Y es que en sus altos castillos
quiere mirarse en torrentes,
en las cristalinas fuentes,
en los arroyos sencillos.
Y en ellos fija sus brillos.
para, luego, con apuro,
venciendo el silencio oscuro,
derramándose, temprana,
al ceder a la mañana
perder ese color puro.
Mientras tanto, en el Auseva,
ve la Santa el agua clara,
como si no se agotara,
su llama desde la cueva.
Y, cuando de nuevo nieva,
admira el oscuro cielo,
el color del blanco suelo,
que en las horas invernales
va cubriendo los cordales
y acallando al arroyuelo.

Soneto I

El aire helado sienten los Urrieles
y besa en el invierno la espesura,
cubriendo prados con la nieve pura,
si más colores dan a sus pinceles.
La aurora deja libres los corceles
que vuelan los azules de la altura,
y luz son en el aire, con bravura,
las crines luminosas pero fieles.
El sueño es, de mañana, más ufano,
más dulce, si susurra alegre el Sella,
que llega de Sajambre sin apuro.
Acaso es el recuerdo del verano
el que suspira débil una estrella
que el cielo sabe ya menos oscuro.

Soneto II

La voz de Covadonga en el Auseva
no hallaron los arroyos cristalinos,
sino donde el Chorrón los vio vecinos
del monasterio bello y de la cueva.
El viejo parador de Villanueva
pudieron encontrar los peregrinos,
y verdes en los campos y caminos,
reflejo de la tarde cuando llueva.
El brillo, de mañana, es el sol mismo,
si quiere saludar con su destello
hayedos silenciosos, robledales.
El Sella que, llegado del abismo
del gran desfiladero de los Beyos,
refleja cielos grises y otoñales.

Soneto III

La luz quebró el color de la alborada
que luce y se refleja sobre el Sella,
mostrando temblorosa alguna estrella,
en su corriente alegre, alborotada.
La bruma a la mañana ya cuajada
el oro roba y grita, siempre bella,
en esos valles verdes la centella
que alumbra sobre montes de nevada.
Despierta la luz noches otoñales
que nacen al fulgor del nuevo día,
no lejos del sonido que murmura.
La aurora peregrina a los cordales
y deja galopar la brisa fría,
oyendo el murmurar del agua pura.

Soneto IV

Tendrá Cangas de Onís más hermosura
cuando la magia llegue del hechizo
que quieren los inviernos en granizo
y son en las montañas nieve pura.
Será, al romper la sombra más oscura,
cuando del alba el brillo primerizo,
en hielo se refleje y cada rizo
descubra en sus espejos su figura.
También de las montañas el dibujo
se admira, y Covadonga en los altares
que esconde con su manto cada bruma.
Asturias vive llena del embrujo
del vuelo de la espuma de los mares,
refugio de la magia de la espuma.

Soneto V

Las sierras agitó entre la enriscada,
el viento, pues, al tiempo que gemía,
cristal sobre el granizo que dormía,
más densa hizo la luz en la nevada.
Y el lago Enol, halló la madrugada
cuajada por la luz que se encendía,
y el alba sospechó, donde lucía,
el brillo que miró sobre la helada.
Los Picos que acarician esos cielo
las cumbres alzan, bajo el hielo puro,
y espejos son del alba ante la altura.
Orandi vio correr los arroyuelos
de sur a norte, nunca con apuro,
buscando la morada más oscura.

Cangas de Onís

Perderse, solitario, de mañana,
como hace el peregrino por los montes;
dejarse conducir por los senderos
minúsculos que cruzan las aldeas;
buscar, tras la fatiga, nuevas fuentes,
y refrescar la sed del caminante;
amar cada rincón, en el camino,
y hablar con los labriegos de la zona…
Incluso en el verano es fascinante
correr por los villorrios, las comarcas,
y ver el verde en todos los lugares:
los prados, la arboleda, los rincones
que habitan, todavía, gentes buenas,
sencillas como el medio en el que viven,
humildes pero dignas, que, si, pobres,
defienden diariamente su trabajo.

Soneto VI

La luz del sol, si luce en la invernada,
no llega a Cangas pronto con sus velos,
temiendo las escarchas y los hielos
que fraguan en la cumbre insospechada.
No suele el resplandor de la alborada
en sus corceles, libre por los cielos,
sus llamas derramar sobre los suelos
si cierran los cordales la quebrada.
Parece la ciudad ser más sombría
guardada por los montes silenciosos
que cubren la mañana triste y fría.
Pronuncia sus bostezos perezosos
el alba, al regresar con alegría,
bañada por sus oros luminosos.

Soneto VII

Más claro fue que el cielo a la alborada
el brillo de la aurora, que, bermejo,
pudiera parecer el claro espejo
que dejan las escarchas con la helada.
Más claro que la nieve en la invernada
mostró su luz, mostró su alto reflejo,
que no luz propia, porque al astro viejo
se cuenta que esa vez le fue robada.
Hermosos en el campo, a la mañana,
dichosos los riachuelos, sin abrigo,
dorados los hallé, bellos y claros.
Lució con su color la hora temprana
y el sol Cangas halló por buen amigo,
que no quiso a su luz poner reparos.

Soneto VIII

Las sierras que despiertan con el día
y admiran de la aurora su concierto
el Sella critalino, ya despierto,
bajo ese rayo halló mientras lucía.
Y, viendo como el fuego se encendía,
su luz halló belleza en cada huerto,
en cada paso acaso, en cada puerto
lejano, donde hay nieves todavía.
El hontanar calizo halló su vista,
y, hallando su belleza se hizo muda
la voz entre sus labios apagados.
Fue todo un sueño frágil quimerista
que alzó la luz sin tino allí desnuda,
en cielos que se duermen, hechizados.

Soneto IX

Las hojas arrancó el invierno bello
y fueron en el barro del camino
el oro que da paso mortecino,
al brillo del ocaso en un destello.
Aquel color manchado tuvo el sello
de negras humedades donde, fino,
un hilo de color se hace divino,
por más que quiera el cieno ser plebeyo.
No hallaron más color en los manzanos
los próceres de vientos luminosos
después de la llegada del invierno.
Sobre los valles verdes y lejanos
veréis, en Cangas, brillos misteriosos
y el oro en la maleza sin gobierno.
 
Soneto X

Los níscalos halló, con un bostezo,
la llama de la aurora que nacía,
crecidos desde aquella tarde fría
que paso dio a la noche con su rezo.
Nacieron de la hierba sin tropiezo,
saliendo de la tierra más bravía,
acaso como un parto que la hería,
no lejos del hayedo y el cerezo.
Salieron lentamente, sin apuro,
heridos, doloridos, fatigados,
queriendo respirar el aire puro.
Allí los hallaréis, tristes, callados,
ocultos junto al árbol inseguro,
no lejos del Enol, pero cansados.

Soneto XI

Las nieves derramó la voz del viento
y el cielo quiso oscuro y silencioso,
los suelos, con granizo generoso,
manchado del pincel más avariento.
Y, un lienzo fue llenando de contento
el blanco del portal más luminoso:
aquel amanecer, si más hermoso,
más claro, ya que no más ceniciento.
Y, viéndose desnudos los cordales
del manto de las sábanas heladas,
envidias albergaron, resentidos.
Llegó el invierno y lleno de corales
murió el ocaso, donde las majadas
creyeron al arroyo enmudecido.

Soneto XII

Robó, fiel a la aurora, su dibujo
la llama del crepúsculo lejano,
ya tarde, pues temprano es el verano
que mezcla su color a tanto embrujo.
El oro de sus llamas, puro lujo,
reflejo del otoño en el manzano,
el aire tiñó alegre pero vano
y a sombras solamente se condujo.
Serena la montaña despejada,
los huertos coronados del rocío
que llenará jazmines a deshora,
El alba aguarda, sobre la nevada,
a hacer de nuevo suyo el señorío
y a Abamia llega el rayo, sin demora.
 
Los Picos de Europa

El brillo silencioso
que trajo la alborada
corrió tras los cristales,
y, lleno de oro bello, el cielo claro,
la luz dejó volar,
cruzar espacios,
por esos bosques pardos y vencidos,
donde dejar un hilo de esperanza.
La brisa derramó
sus gracias infinitas
en valles apartados,
y, pura y blanquecina, la nevada
sus sábanas bordó,
cayó entre robles,
que, heridos del aliento del otoño,
miraban los bermejos en el aire.
Las sierras levantaron
siluetas recortadas
frente a los horizontes,
y, ardiente y repentino, el aire fresco
imperios alcanzó,
quebró la sombra,
alzando, ante los valles, los corales
que suele el sol radiante que bosteza.
 

La alborada en Pome

Dejó el sol dorados brillos
donde, encendida ya el alba,
quiebra la noche en silencio
y abre a la luz la ventana,
cuando, en el bosque de Pome,
corre, entre brisas calladas,
los otoños repitiendo,
el aliento de la helada,
las hojas viendo, caedizas,
donde viven, soberanas,
entre fuentes y rumores,
las más cristalinas aguas,
que, con calladas espumas,
de los altos montes saltan,
y que buscan, en su salto,
formar mayores cascadas.
Es lugar donde unas veces
los peregrinos descansan,
si en los senderos se pierden
por conocer la montaña,
que bien conocen pastores
que tienen aquí las brañas,
pues no faltan buenos pastos
que alimenten a sus vacas,
mientras suena el caramillo,
mientras otro alegre canta,
mientras con formas humildes
se divierten y trabajan,
llegado el verano bello,
que es hermosa temporada,
estando los vendavales
y las nevadas lejanas.
Y, como un suspiro al aire
de una dama enamorada,
como un grano de granizo,
recoge mi pluma el alba,
si en breves notas, en breves
(para que no sean tan largas
y, a fuerza de prolongarse,
acaben por ser pesadas),
pues elogios van tejiendo
del pastor, de la montaña,
de los cielos y la aurora,
aunque en otoño más brava,
no siendo en día de lluvias,
que, entre gentes asturianas,
es común, como la niebla
que el brillo cubre del alba.
 
Soneto XIII

Esquiva fue al otoño la blancura
del alba que, luciente, a la mañana,
primero en los jardines soberana
humilde se vio al fin, sin su frescura.
Gozaba del color en la espesura
que más brillo le dio, siendo temprana,
no lejos del Auseva que, lozana,
la vio donde marchita su hermosura.
Clemente será el filo de la helada
que arranque lo que queda de belleza
de aquella flor que otrora fue luciente.
Disputan ya, si corre la alborada,
las brisas ese pétalo que reza
y del que la fragancia brota ardiente.
 
Soneto XIV

Auroras que alumbrasen el platero
que bosques llena, prados olvidados,
pidió el castaño, donde, ya dorados,
murieron los helechos del sendero.
Mañanas prematuras el viajero
acaso reclamó, donde, cansados,
los hielos se amontonan, olvidados,
dificultando el paso al más ligero.
Camino de la aurora que nacía
temiendo a cada paso que el granizo
la escarcha en el Enol mira los cielos.
Se vuelve la vereda allí más fría,
pero es también más raro el raro hechizo
que trae la luz que prenden los deshielos.

Soneto XV

Poblando fue la escarcha los caminos
dejados de la fe de los amantes
donde los vientos corren inconstantes
los viejos robledales mortecinos.
Mas pudo hallar la luz los cristalinos
que cantan en las vegas y, brillantes,
se vuelven a su antojo delirantes,
destellos de una aurora repentinos.
Las nieves se desatan, mas del cielo,
las nuevas nieves caen de las alturas
para mostrar su imperio sobre el mundo.
Y duerme Covadonga en luz y hielo,
y lluvias y granizo en las alturas
se lanzan con el alba a lo profundo.
 
Soneto XVI

Las aguas del arroyo cristalino
que, frescas, dejó libres el deshielo
cruzar quiso la luz del alto cielo
y darle mayor brillo a su camino.
No fueron sus torrentes desatino
ni sus espumas fueron desconsuelo,
al verlas sueltas donde fueron hielo,
alegres al correr a otro destino.
Si acaso, más hermosas, más lucientes
ardieron a la vera del Auseva,
tan clara y reposada como el río.
Mas pronto en el invierno otra nevada
Sus blancos borrará el agua que llueva
para atacar su imperio helado y frío.
 
Murmuró la madrugada

Murmuró la madrugada
los rumores del silencio,
las escarchas desatando
de los reinos de los hielos,
cuando, perezosa el alba,
volar dejó sus overos
por las bóvedas dormidas
del temprano firmamento.
Despertó así la neblina,
y, alzando sus claros velos,
voló con gracia a la brisa,
voló con gracia en el viento,
desatando su pureza
sobre los robles más viejos
de los bosques de la zona,
rendidos al duro invierno.
Y así llegó el peregrino,
cansado, triste, sediento,
como lo está el moribundo
al caminar el desierto,
los dorados de la aurora
admiró en el blanco lienzo
de las nieblas más espesas
que cubrieron los robledos.
Y escuchó, como el curioso,
lo que la brisa y el viento
con sus rumores esconden,
como cómplices discretos,
si es que no quieren que nadie
oiga los cantos amenos
de las voces que se escuchan
en el aire más ligero:
"No quiera el amor olvido
para quien quiere, sincero,
ofrecer, en Covadonga,
su amor a su amor primero,
porque sabe la Santina
que, dueña del pensamiento
eres de este que se rinde
en tus brazos prisionero.
Así llegará septiembre,
cuando, pasado el invierno,
cuando ya la primavera,
cuando ya el verano bello,
y verás que en Covadonga
un ramo de palma entrego
por el amor de tus ojos
y el milagro de su pecho".

Soneto XVII

Peinaron las espumas los beleños
trigueños de la aurora cuando, airada,
dejaste aquellos prados, la majada,
buscando otros jardines más pequeños.
El viento desataron de sus sueños
la furia y la pasión desenfrenada
allí donde, revuelta, enmarañada,
cedió, sumisa al fin, a sus empeños.
Salvaje por los valles como fiera,
indómita y valiente ante la altura,
valieron pues las fuentes por espejo.
Más bella en la montaña la bravura,
más fuerte, menos frágil, más ligera
llegó hasta la Santina entre oro viejo.
 
Soneto XVIII

No quiera, con la luz de la mañana,
el oro en las alturas, si amanece,
robar ese color, cuando aparece
la gracia y la belleza más ufana.
Que luzca el sol a la hora más temprana
y no robe el color que languidece
en ese labio oscuro que se ofrece
delante de la cueva, con desgana.
Que luzca el estandarte de hermosura
y encienda su belleza para el arte
que admira la basílica sagrada.
Luciente la verán, desde la altura,
sabiendo clara luz por estandarte,
si sueña la Santina engalanada.
 
Soneto XIX

Se sienten donde está el Puente Romano,
las aguas que, al cruzar desfiladeros,
la luz escasa hallaron en senderos
agrestes, desde el monte más lejano.
Y, al fin, en las colinas y en el llano,
tal vez como murmullos noticieros,
descubren de la aurora los luceros,
rumores que barruntan el verano.
El brillo enseñan rápidas corrientes
nacidas en paisajes apartados,
del hielo del granizo y la nevada,
jugando con overos relucientes,
que corren, por el aire, apresurados,
anuncio de la voz de la alborada.

Soneto XX

El halo de hermosura en la mirada
que el tejo reflejó, siempre ligero,
sospecho en el color más lisonjero,
que enseña la pureza de la helada.
Y vuelve, como siempre, la alborada
y el brillo hace ese dolmen prisionero
del sol que corre, alegre caballero
mostrando tanta luz alborotada.
El viento lo saluda del verano,
hermano del invierno y de la calma
que campa cada nueva primavera.
Y todo es en Abamia más lozano
y en ellos arde el sol, dándote el alma,
si su alma es de tus ojos prisionera.

Soneto XXI

Las puertas arrancó la madrugada
que vino, repentina y a deshora,
para dejar pasar la nueva aurora
en medio de la noche más cerrada.
Y Cangas vio su luz alborotada,
Aquella luz que, acaso cegadora,
el viento corre, nunca con demora,
trayendo nuevamente la alborada.
Los pórticos rompió, que, en la penumbra,
el reino de la noche custodiaron
donde una estrella triste sola alumbra.
Quebró la altura y despertó del cielo
los rayos que a tu paso levantaron
la llama de tus lumbres sobre el suelo.

Soneto XXII

El hielo dio más luz desde el baluarte
de un bosque de coral, mar decidido,
daga fatal, palabra en el olvido
que al alba dio en tributo un estandarte.
La luz del sol cruzó de parte a parte,
cuando en la cueva oscura, sin sentido,
con júbilo, entregaron al olvido,
las sombras los vestigios para el arte.
No pudo sospechar que en esa guerra
ganara en la batalla una alborada
que el valle custodió y el monte helado:
El Buxu duerme en Cardes y la sierra
se deja cautivar por la nevada,
en un invierno casi destronado.

Soneto XXIII

Del hielo dirás bella la blancura,
si, blancas, coronando los pinceles,
de nieves blancas cubren los Urrieles
sobre su manto azul, cuando se apura.
Del cielo me dirás que la dulzura
dibuja con los raros cascabeles,
si el alba llega, porque, siempre crueles,
sus filos hieren en la sombra oscura.
Del bosque insistirás en la arboleda
que cierra a la mirada los espacios,
frondoso, silencioso, acaso umbrío.
De la llanura acaso la vereda
querrás hacer valer más que topacios,
mirando el sol, que luce nuevo brío.

Soneto XXIV

No quieras despertarme del hechizo
que cierra entre sus manos la mañana
ni quieras arrancarme, con desgana,
del beso silencioso del granizo.
Lo quiero donde el hielo se deshizo,
dejado de la brisa más lozana
también donde la sierra alza, lejana,
la nieve por cabello en cada rizo.
Que rompa el viento raros estandartes
y el hielo los entierre en sus rincones,
dejándome en el sueño silencioso.
Podrá el invierno gris con raras artes
fingir sábanas blancas por blasones,
cubriendo el llano verde y espacioso

Soneto XXV

Las sierras encendidas que vistieron
las nieves blanquecinas de la altura
Orandi descubrió, y, en su figura,
las rosas de su fuego las tiñeron.
Los rayos luminosos las hirieron,
saliendo al horizonte, donde, oscura,
la senda iba avanzando y la espesura
bastión fue de las sombras que no huyeron.
También vino la luz a la ventana,
la sombra en sábanas hermosas,
la imagen de la Virgen protegía.
Las sierras vio, tu ombligo, la mañana,
sus curvas, las colinas más hermosas,
el bosque en el otoño derrotado.
 
2011 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Las nieves y el granizo en lo lejano"
“La luz quebró el color de la alborada”
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